El magnate encaramado a su pizarra
Tan dramático como el desglose de los aranceles es el discurso que los enaltece, torpemente edificado en las arenas movedizas de las mercancías falsas


El caprichoso magnate encaramado a su pizarra de sanciones imperiales indigna. Y entristece. Ese gráfico invierte en la memoria la imagen de las playas de Normandía, sus cruces alineadas de jóvenes estadounidenses caídos en defensa de la Europa invadida. Nostalgia de los Estados Unidos liberales. Del poder benevolente.
Tan dramático como el desglose de los aranceles es el discurso que los enaltece, torpemente edificado en las arenas movedizas de las mercancías falsas.
Hay que castigar al viejo continente porque “la Unión Europea se formó para joder a EE UU”, dijo en febrero. Pura ficción. La Europa comunitaria surgió del empuje federalista interno: Congreso de La Haya de 1948, Movimiento Europeo, forja del Consejo de Europa. Pero también del impulso de EE UU para sustraer al continente de la dominación soviética: Plan Marshall de 1947, Alianza Atlántica de 1948, creación de la OECE, que resultaría en la OCDE y abriría el paso en 1957 a la Comunidad Económica Europea, alias “mercado común”. Un apoyo muy generoso, pero también muy rentable para su patrocinador, en geoestrategia y en economía.
¿A qué, pues, recriminar y ofender? Los europeos “nos estafan” agregó el miércoles, día de la liberación, disfrazado de Espartaco también inverso. El mundo entero “nos ha engañado durante 50 años”, añadía. Todos se aprovecharon de su país, robándole empleos, factorías, riqueza... Pero ¿acaso no está hablando de la única superpotencia reconocida, del mayor emporio económico desplegado por una nación individual?
El poder económico USA no se sustenta en que los hambrientos del mundo, como los de Bangladés, Colombia o Birmania ―todos ellos también castigados con el arancel imperial universal― extraigan de ahí su inexistente opulencia. Sino al revés: en quienes han aportado durante decenios la financiación de su doble déficit ―twin, gemelo— fiscal interno, y comercial externo. O sea, los trabajadores y profesionales domésticos y los capitales extraídos en y atraídos desde todos los rincones del globo por la fortaleza del dólar en su calidad de moneda de reserva.
Lo más tontuno es la inanidad del arma empleada para saciar el victimismo del poderoso, el arancel, su “palabra favorita”. La teoría económica ilustra desde Adam Smith que “en la aritmética de las aduanas dos y dos no hacen cuatro, sino uno”.
Y la historia detalla el daño que acarrean aranceles similares a estos: severos, generales, ilegales y permanentes ―no alguno puntual para restablecer un desequilibrio localizado—. Fueron esos, en espiral, y las devaluaciones monetarias consiguientes para “empobrecer al vecino”, los que en 1930 agravaron la Gran Depresión estadounidense de 1929 hasta el éxtasis… en todo el globo. Y fue el libre comercio ―con frecuencia desigual e injusto hacia los más débiles— el que tras la Segunda Guerra Mundial multiplicó la riqueza general, empezando por la patria de Donald Trump.
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