Constituciones como viñetas
La nueva Carta Magna de Nicaragua instaura algo inédito en la historia hispanoamericana: la presidencia matrimonial


Al leer De la democracia en Hispanoamérica, el profundo y muy bien articulado estudio que Santiago Muñoz Machado hace de nuestras constituciones a partir de la constitución de Cádiz de 1812, y del pensamiento político que las ha conformado a lo largo de la historia, no puedo, una vez más, resistir la tentación de imaginarlas como novelas, fruto de la imaginación febril.
No hay escollos para arribar a la isla de Utopía. Ya se está allí. El no-lugar es el lugar. Existe tal lugar, está impreso en tinta indeleble, o con pólvora, en los artículos de las Cartas Magnas, como se las llama con pompa retórica. Gobiernos para el bien común, instituciones firmes, división y armonía de poderes, sujeción de los gobernantes a las leyes, respeto a los derechos individuales, libertad de expresión, igualdad ante la justicia.
Pero, mientras tanto, se abre una distancia insalvable entre lo que las nuevas constituciones, inspiradas en las ideas de la ilustración mandan, y lo que la realidad establece; el ideal, por un lado, que crea la ilusión del gobernante respetuoso del bien común y de las leyes; y, por el otro, el mundo real donde reina el caudillo sujeto nada más al arbitrio de su voluntad, con lo que todo se convierte en una mentira, alimento de la novela.
Como bien dice Muñoz Machado en su libro, las constituciones fueron entelequias utópicas para territorios que no estaban definidos, países que no existían más que en la mente de los criollos y en la cartografía de la colonia, y que tardarían aún en consolidarse como Estados nacionales, o se dispersarían luego en fragmentos territoriales, para dar paso a países más pequeños, metidos entre ellos en guerras y disputas de límites.
Fronteras aún sin definir, territorios sin explorar, multitud de lenguas, y unos poderes constituyentes lejanos a esa realidad revuelta donde el poder cambiaba de manos, de un caudillo a otro, entre el estruendo de los cañones y las conspiraciones palaciegas; y frente a la amenaza de la anarquía, los próceres buscaban empuñar el cetro de los emperadores, Bolívar el primero de ellos.
O se trataba de “desatar el nudo sin romperlo”, según las palabras de Agustín de Iturbide, al firmar con el último virrey de España, el 24 de agosto de 1821, los Tratados de Córdoba, que daban paso a la independencia de México; librado de obedecer a la constitución de Cádiz, Iturbide se proclamó emperador, con efímera duración. Reinos, imperios, dictaduras cesáreas. La utopía buscaba su rostro libertario y ya no lo encontraba.
Poco antes, el 15 de septiembre de ese mismo año de 1821, se había declarado la independencia de Centroamérica, para adelantarse a evitar “las consecuencias que serían terribles, en el caso de que la proclamase de hecho el mismo pueblo”, según la pasmosa sinceridad de los próceres, expresadas en el acta firmada en Guatemala. El mismo capitán general del Gobierno colonial, Gabino Gainza, pasó a ser el presidente de la flamante República federal, muy a lo gatopardo. Y por miedo a la anarquía, no tardaría Centroamérica en adherirse al imperio de Iturbide.
Intentamos la modernidad, pero no pudimos apropiarnos de los modelos que se nos proponían. Eran ropajes importados que quisimos cortar a nuestra medida, los mismos que vistieron Voltaire, Rousseau, Montesquieu, Jefferson, Franklin, Paine; y bajo esos ropajes, asomaba la cola del caudillo, que fue al principio un personaje amante de las luces de la ilustración y luego volvió letra muerta la filosofía libertaria, como el doctor Gaspar Rodríguez de Francia, dictador perpetuo del Paraguay.
La novela lo seguirá contando. “¿Qué es la historia de América toda sino una crónica de lo real maravilloso?”, dice Alejo Carpentier. El siglo de las luces es una lección sobre las revoluciones malversadas y el fracaso de los ideales, entonces y después. Victor Hughes, el revolucionario, es hijo de Rousseau, pero también hijo de Robespierre. Para imponer sus ideas libertarias, él mismo trae desde Francia al Caribe la guillotina, enfundada en la cubierta de un barco. Es la modernidad con filo. Guillotinas, y luego paredones de fusilamiento. La utopía a la fuerza, que engendra miedo, corrupción, sumisión, cárcel, exilio, muerte.
Seguimos viviéndolo. Porque también el siglo XX vio en Hispanoamérica revoluciones malversadas, sueños humanistas que terminaron pervertidos en pesadillas de las que aún no despertamos en el siglo XXI.
Con una diferencia: la distancia entre el ideal retórico que enaltece la democracia, y el plano de la realidad donde se la escarnece, hoy se borra, como en el caso de la Constitución de Nicaragua promulgada este año. Nada de distancias, adornos ni disimulos. Un adiós a Montesquieu sin sentimentalismo alguno. Desaparecen los poderes del Estado, en equilibrio e independientes entre sí, y se vuelven órganos de la presidencia bicéfala que los coordina a todos. Una presidencia matrimonial, inédita hasta hoy en los anales de la historia hispanoamericana, un copresidente y una copresidenta que pueden seguir religiéndose para siempre, inmunes e impunes en su dichosa eternidad.
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