José Bretón: el mal infinito
¿Podemos convertir en negocio la tragedia ajena? ¿Dónde empieza el oportunismo y dónde la legítima pesquisa del fondo abisal de lo humano?


Los seres humanos no sabemos lidiar con el mal infinito. Cuando el error moral es mesurable, podemos comprenderlo y acotarlo. Todos hemos cometido errores, y en el corazón de cualquier persona anidan pasiones miserables. También en la suya, lector, o en la mía. Porque si no, no seríamos humanos. Pero lo monstruoso, por fortuna, no está al alcance de cualquiera y su mera concepción supone un desafío para las categorías con las que normalmente ordenamos la realidad. Hay cosas que se hacen infinitas no porque se antojen colosales, sino porque simplemente hacen añicos la vara de medir. La maldad perfecta, la expresión superlativa del odio o los confines patológicos del egoísmo humano generan un terror fascinante desde su mera contemplación.
La editorial Anagrama, a instancias de la Fiscalía, ha suspendido la distribución del libro de Luisgé Martín que recoge el testimonio de José Bretón, aquel padre que asesinó a sus dos hijos en Córdoba y que desintegró sus cuerpos en un improvisado horno crematorio. Una saludable pulsión liberal nos recuerda que la carga de la prueba debe siempre recaer en quien censura y no en quien publica. Pero, al mismo tiempo, construir un artefacto comercial atravesado por el lucro económico a partir de un horror todavía vigente no puede dejar de interpelarnos. Los extremos legales del caso, por fortuna, los dilucidarán los jueces. Pero hay demasiadas preguntas orbitando en torno a la polémica y a nuestra propia naturaleza.
¿Podemos convertir en negocio la tragedia ajena? ¿Es la literatura una jurisdicción autónoma incluso cuando aborda hechos reales? ¿Qué papel como sociedad tenemos en la custodia del honor de aquellas víctimas y de su madre? ¿Dónde empieza el oportunismo y dónde la legítima pesquisa del fondo abisal de lo humano? ¿Cuánto rigor periodístico debemos exigirnos cuando escribimos sobre una realidad superlativamente dolorosa? Este caso, ¿se asemeja más a Capote o a los programas amarillistas de los crímenes de Alcàsser? ¿Cuándo y por qué se impone la necesidad de guardar silencio como una forma de cautela solemne? ¿Qué rango de calidad literaria puede legitimar una decisión editorial así? ¿Debemos negarle la palabra a quien ha cometido un crimen atroz o ese sería un castigo inmisericorde?
Me confieso incapaz de responder de forma satisfactoria a todas estas preguntas. Lo que sí tengo claro es que son estas las cuestiones que deberían enfrentarse para asumir un proyecto tan complejo y arriesgado como la escritura y edición de un libro semejante.
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