Con Salvador Illa tenemos un problema
El principal contrapunto al modelo de sociedad de Isabel Díaz Ayuso es la propuesta de “prosperidad compartida” del ‘president’ de la Generalitat


El primer biopic sobre Jordi Pujol se titula Parenostre y se estrenará en pocas semanas. La trama principal de la película es la controversia del patriarca, su mujer y tres de sus hijos sobre cuál era la mejor estrategia de defensa para enfrentarse a la revelación periodística de su secreto bancario: las cuentas que la familia tenía en Andorra. Pero hay varios flashbacks para subrayar cuáles fueron los momentos claves de la biografía del president. Uno de ellos es secundario en el guion, pero políticamente fue capital. En 1993, el Felipe González que gobernaba con el apoyo parlamentario de CiU le ofreció a Miquel Roca entrar en el Consejo de Ministros. En el filme, Roca y Pujol lo discuten en un despacho. “La respuesta es que no”, concluye el Pujol que interpreta un Josep María Pou monumental. Los motivos de ese no reiterado durante 20 años fueron múltiples, pero una consecuencia es clara: el nacionalismo catalán se abstuvo de actuar desde los centros de decisión real españoles y priorizó usar su influencia para obtener transferencias y actuar como lobby. Probablemente, porque la aspiración de Pujol era intentar construir ese poder desde la Generalitat; pero a la larga, ya en 1996, esa estrategia ha sido uno de los factores de desempoderamiento catalán.
Durante las últimas décadas el peso económico regional no ha tenido correlación en su presencia en los núcleos de poder vinculados al Estado. La constatación de esta disfunción política, y la voluntad de revertirla, forma parte del programa de gobierno implícito de Salvador Illa. Quedó claro en la conferencia, de escenografía solemne y de tarradellismo 2.0, que el jueves pronunció en el Círculo de Bellas Artes de Madrid. Fue una demostración del poder blando que ha decidido ejercer y el tipo de proyección española que está jugando y ya le es reconocida. La política más astuta de España ―me refiero, obviamente, a Isabel Díaz Ayuso― es consciente de las implicaciones de la alternativa que representa el proyecto catalán de Illa. El jueves mismo, la presidenta de la Comunidad no perdió la oportunidad de hacer nacionalismo cañí en la Asamblea cuando alentó las bajas pasiones al referirse al reparto de los pobres menores inmigrantes y a la vez cargó contra la asistencia de ministros del Gobierno de Sánchez a la conferencia del president de la Generalitat.
Pero tan significativa como esa presencia o la de los presidentes del BBVA, Aena, Enagás o Repsol, lo fue la de viejos rockeros socialistas: Solana, Aranzadi o Solchaga. Existe un hilo de continuidad entre la praxis de Illa y esos veteranos del mejor felipismo que actuaron en su día según los parámetros del socialismo liberal: la conciencia de que sin el aumento de la productividad no puede haber “prosperidad compartida” (para decirlo con la expresión fetiche de la conferencia). En esta idea está el principal y hoy único contrapunto real al ayusismo. Por la inesperada competencia que plantea en el bloque de poder de matriz aznarista, pero sobre todo por algo que está asociado a esa opa: el modelo de sociedad que puede construirse a través de la política y que necesita la recuperación de peso económico. No hay fórmulas mágicas para poder compartir la prosperidad. El mecanismo realmente existente son los impuestos, campo de batalla global de la regresión democrática y única garantía eficiente de cohesión social. Tan solo una cita: “Tenemos muy claro que una fiscalidad justa, unos servicios públicos fuertes y una vivienda accesible son imprescindibles para el dinamismo económico a largo plazo. Por una sencilla razón: una sociedad desigual no es económicamente competitiva a largo plazo”. Con Salvador Illa, dicho con otras palabras, tenemos un problema.
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