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Las otras vidas
Tribuna
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Cocina y resistencia

Cocinar es una tarea del todo práctica y a la vez cargada de asociaciones sentimentales y simbólicas; uno cocina para la persona amada, para los seres más queridos, para los amigos

22 03 2025
Antonio Muñoz Molina

Recuerdo la primera vez que comí en algo parecido a un restaurante. Estaba con mi padre, en el bar de la estación de autobuses de Jaén, sentado en un taburete delante de la barra, y delante de mí había un filete de ternera con patatas, un cuchillo a un lado del plato, al otro un tenedor. Sería uno de aquellos filetes de ternera con una textura de suela de zapato o de carne de cabra que aparecían muy de tarde en tarde en las comidas de nuestra tierra, donde eran mucho más frecuentes y sabrosos el cerdo y el pollo, que alegraba el arroz amarillo de azafrán de los domingos. Yo no había usado nunca un cuchillo y un tenedor. Casi siempre comíamos con cuchara, y el tenedor era para sujetar las tajadas que no tenían hueso para cogerlas con la mano. Miré a mi padre, sin tocar los cubiertos ni el plato, a ver si fijándome aprendía el manejo, pero él parecía tan desorientado como yo, así que yo creo que acabaríamos comiéndonos el filete a nuestra manera campesina, poniéndolo sobre un trozo de pan y cortándolo no con el cuchillo, que no podría traspasar aquella carne tan dura, sino con la navaja que los hombres del campo llevaban siempre consigo, plegada en un bolsillo, y disponible lo mismo para el trabajo que para la alimentación.

Salvo en las bodas, donde los niños nos hartábamos de rodajas de salchichón y de exóticas gambas cocidas que nos pelaban nuestras madres, nosotros no comíamos nunca fuera de nuestra casa, o de las de nuestros abuelos, de modo que desarrollábamos un paladar agradecido pero autárquico. Mi tía guapa y moderna, la hermana menor de mi madre, se casó con un novio que tenía un coche y un negocio, y que la llevó a vivir en un piso con cuarto de baño, televisor, calefacción y nevera. Como yo era su sobrino preferido, mi tía recién casada me invitó a comer en su piso nuevo un domingo. Al abrir la nevera le daba a uno en la cara un frío delicioso, y en su interior había tarros tentadores de aquel nuevo producto que se llamaba yogur. Mi tía se esmeró en poner la mesa mientras su marido y yo esperábamos sentados el uno frente al otro. Como en aquella casa todo era nuevo y moderno, se comían varios platos sucesivos en vez de uno solo. En el primero de ellos había una cosa negra y algo repulsiva que yo tampoco había visto nunca. “Verás qué ricos están los mejillones”, dijo mi tío, con esa generosidad mandona del que tiene más dinero que tú, abriendo las valvas del mejillón y sorbiéndolo con su caldo para darme ejemplo. Él y mi tía me observaron aprobadoramente cuando abrí el primer mejillón de mi vida y me lo llevé a la boca, queriendo contener el asco de aquella carne viscosa con flecos peludos. Vomité con tanta fuerza que manché todos los platos, el mantel y las servilletas del ajuar de mi tía, hasta la corbata y la camisa blanca de mi tío, y el cenicero dorado en el que depositaba la ceniza de su cigarro rubio. Quizás el olor dulzón de aquel tabaco —en mi casa los hombres fumaban negro y sin filtro— contribuyó también a descomponerme el estómago.

A lo largo de mi vida el paladar se me ha ido educando, y ya manejo sin dificultad la pala de pescado, incluso los palillos de los restaurantes asiáticos. La suerte de tener al lado una persona más aventurada que yo me ha abierto a sabores y texturas a los que siendo más joven me negaba de antemano. Pero las comidas que siguen llegándome más de inmediato al corazón son las que hacían mi madre y mi abuela materna, y con menos frecuencia mi abuelo y mi padre. Los hombres tenían especialidades más rudas: las migas en los amaneceres de los días de aceituna, o cuando a causa de la lluvia no se podía ir al campo; las chuletas de cordero, las orejas y caretas de cerdo asadas en la lumbre, chorreando una grasa que mojaba luego el trozo de pan sobre el que se ponían. Aprendí a cocinar porque cuando era estudiante no podía permitirme ni los menús de los comedores universitarios. Aprendí fijándome en las mujeres de mi casa, las mismas que me habían transmitido el amor por las películas y las novelas de la radio.

Cocinar es una tarea del todo práctica y a la vez cargada de asociaciones sentimentales y simbólicas. Cuando les hago una tortilla de patatas o un arroz caldoso, mis hijos dicen que les saben como los que les hacía de niños mi madre, que fue una cocinera espléndida. Se cocina para satisfacer el hambre, y hay quien elabora platos muy complejos exclusivamente para sí mismo, pero cocinar de verdad es ofrecer a otros el fruto de ese trabajo, igual que escribir o pintar o hacer música. Uno cocina para la persona amada, para los seres más queridos, para los amigos. Quizás lo que a mí me desconcertó más que el tenedor y el cuchillo en aquel bar de la estación de autobuses fue que la comida me la estuviera sirviendo un desconocido.

Los ricachones de ahora, ebrios por su victoria absoluta sobre las ciudadanías y los gobiernos, quieren imponernos lo que según ellos es mejor para nosotros, igual que mi tío me impuso a mí los mejillones. Los ricachones creen que el dinero que han amasado es la prueba de su inteligencia y de su superioridad, y nos dictan cómo hemos de vivir y cómo será nuestro futuro. Hace unos treinta años, Bill Gates, que ya entonces tenía cara de adolescente viejo, decretó que el papel desaparecería muy pronto de las casas y de la vida de la gente. Con su filantropía despótica aspiran a invadir los espacios más íntimos de nuestra vida, y hasta de nuestra conciencia, de modo que no haya nada que no esté mediatizado por una transacción económica. Ahora uno de nuestros ricachones nacionales, Juan Roig, el dueño de Mercadona, ha dictaminado que en 2050 no quedará rastro de las cocinas en las casas, porque todo el mundo se alimentará de manera mucho más práctica y efectiva de platos preparados, a ser posible los producidos por su propia empresa, asegurando así de paso la riqueza que los herederos del señor Roig seguirán disfrutando dentro de un cuarto de siglo. Se ve que es una familia de extraordinarias cualidades intelectuales, y predictivas. Hace unos meses, fue un yerno de Roig el que lamentó que en la playa valenciana de la Malvarrosa hubiera un centro de salud, una escuela pública y unos cuantos restaurantes familiares, en vez de un telón de rascacielos con apartamentos y hoteles de lujo, como en Miami.

Ya que a nuestros hijos no vamos a legarles la fortuna ni la codicia inmobiliaria de la familia Roig, está bien que hayamos hecho lo posible por transmitirles desde niños la atención y el aprecio por la buena comida, que incluye el paladar y el olfato, y también los modales de convivencia en la mesa, que tienen un valor civilizatorio inapreciable. Preparar y compartir un buen desayuno da al arranque del día una plenitud eucarística. La cocina es un aprendizaje que solo se adquiere en la práctica, lo cual ya es un antídoto contra la prisa, la vaguedad y la palabrería. Y también es un adiestramiento en la autosuficiencia, y un correctivo del privilegio corruptor de ser servido siempre, sea por un maître palabrero en un restaurante de moda o por un emigrante que se ha jugado la vida sobre una bicicleta para llevarte a casa una pizza enfriada en la noche del sábado. Hay quien tiene el tiempo y los conocimientos para dedicar muchas horas a un plato complicado, pero con un buen guiso de cuchara se puede comer espléndidamente y muy barato varios días, y un simple sándwich con unas rodajas de tomate, un huevo revuelto, un poco de atún en conserva, puede ser una cena exquisita. En un trabajo tan quimérico como el mío, las angustias y las tormentas de la imaginación algunas veces se alivian mejor culminando no ya una frase brillante, sino un buen sofrito, o un caldo que deje por la casa una aroma de infancia de varias generaciones.

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