Hombre que viaja
Cuando lo vea de nuevo no habrá regalos, ni euforia, ni gritos. Él será el mismo y, a la vez, un extraño


Él viaja hacia mí. Viene de lejos, desde la cordillera de los Andes, desde los lagos gélidos. Avanza por rutas desiertas, largas cintas de asfalto sin más autos que el suyo, sin más presencia humana que la suya. A veces aparece un camión, a veces una camioneta, pero la mayor parte del tiempo avanza solo, una botella de agua en el asiento del acompañante, algo de música. Me deja mensajes cada tanto: estoy a 60 kilómetros de Piedra del Águila, de Picún Leufú, de General Roca, ya casi en General Acha, voy a cargar nafta en 25 de Mayo, ahora a trescientos kilómetros de Trenque Lauquen. Escucho, entre la estática y la velocidad, su voz impregnada de la gloria del viaje, del entusiasmo, de los trabajos hechos —pinté la casa, construí una escalera de piedras, aseguré las puertas, lijé los postigos, corté el pasto—, de la nostalgia por los animales que lo acompañaron: el gato Horus, una perra. Un hombre en movimiento, las manos destrozadas por el trabajo en la tierra, por la pintura y por el cemento, aferrando el volante con seguridad, deteniéndose a veces para comer algo o descansar. Viaja hacia mí, me acerca hacia él. En unas horas entrará en esta casa de la que yo también me he ausentado mucho. Irse, volver, volver a irse, dos meses en los que el tiempo se hizo distancia, en los que la distancia se hizo tiempo. En un rato escucharé el sonido de la puerta de entrada del edificio y sabré que es él por su forma de abrir, de cerrar, de llamar el ascensor, por la pausa breve y exacta que produce antes de presionar el botón de nuestro piso. Y entonces veré, después de tanto y tanto, al hombre con quien vivo. No habrá regalos, ni euforia, ni gritos. Él será el mismo y, a la vez, un extraño. Cargando con su vida pasada y con la incógnita de su futuro. En ese sentido es igual a todos los hombres, igual a todas las mujeres: no sabemos. Lo veré como si lo viera por primera vez, y como si lo extrañara desde siempre. Después, volveremos a nuestro habitual reparto de bienes: yo pongo la desesperación, él pone la luz.
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