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Las otras vidas
Tribuna
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Todo tan frágil

Pertenezco a una generación acomplejada que se asomaba al mundo con una conciencia muy aguda del atraso español. Ahora quienes nos acomplejaban con la solidez de sus instituciones las ven tambalearse

muñoz
Fran Pulido
Antonio Muñoz Molina

Yo antes creía que fuera de España todo era más sólido. Llegaba a una capital extranjera y enseguida me embargaba un doble sentimiento de admiración y de inferioridad. La primera vez que crucé una frontera, en Portbou, a medianoche, en un tren expreso que parecía de possguerra, los gendarmes franceses me amedrentaban con sus estaturas, sus gorras cilíndricas de visera recta, sus uniformes, sus botas relucientes. Los guardias civiles que se quedaban atrás no es que dejaran de dar miedo, pero también se veía que eran pobres hombres con uniformes sin lustre y mosquetones viejos. En el extranjero los trenes eran mejores y más rápidos, los ríos más caudalosos y solemnes, los edificios oficiales más formidables. Los periódicos se extendían a un tamaño de sábana, los camareros de los cafés parecían catedráticos tan intimidatorios que a uno no le salía la voz a la hora de pedirles algo. Los lycées franceses, con sus fachadas de columnas y sus banderas tricolores al viento, parecían proclamar toda la solidez de una enseñanza laica y racionalista que en nuestro endeble país, parasitado durante siglos por la Iglesia y sometido a unas clases dirigentes de brutal ignorancia, seguía siendo una quimera.

Un edificio público es en sí mismo un manifiesto, una declaración de intenciones. Más atractivas todavía que los institutos franceses con sus iniciales de République Française labradas en piedra en la fachada eran, y son, muchas high schools públicas en los barrios de Nueva York, sobre todo las más grandes y robustas que se construyeron en la época del New Deal, como un gran número de edificios institucionales en Washington, y por todo el país, con una aleación admirable de racionalismo y art déco. En esas high schools estaba inscrita la promesa de la enseñanza como vehículo de integración y progreso de los hijos de los inmigrantes. En alguna de ellas, en el Bronx, fui invitado a dar alguna charla. Un centro de enseñanza secundaria construido con nobleza y solidez siempre me conmueve: todo estaba usado y gastado y seguía siendo resistente en aquellas aulas del Bronx, y los alumnos y alumnas, tan distintos entre sí, desde el color de la piel y el acento a la manera de vestirse, parecían unidos en su alboroto jubiloso y su humanidad fundamental. Hasta los pupitres, las sillas, las pizarras, las mesas de los profesores, sobrios diseños de madera calculados para durar mucho tiempo, me parecían más sólidos que los mobiliarios escolares de mi país, hechos de cualquier manera, con materiales baratos que se estropean enseguida.

Pertenezco a una generación acomplejada, que se asomaba al mundo con una conciencia muy aguda del atraso español, del aislamiento internacional que nos mantenía aparte de aquella especie de camaradería sin esfuerzo con la que se relacionaban entre sí los ciudadanos errantes de otros países. “En el extranjero nos envidian”, aseguraban los pelotas de la dictadura. Pero en el extranjero no éramos nadie. Nos disponíamos a poner en práctica nuestro francés o nuestro inglés de garrafa española y nos quedábamos sin saliva en mitad de una frase. Nos dolía la nuca de mirar hacia arriba: hacia la Torre Eiffel, el Big Ben, la columna de Nelson, la fachada de la estación de Austerlitz, a la que llegábamos al amanecer en aquel tren francés que tomábamos en Portbou, porque el tren español ni siquiera podía circular por las vías europeas.

Después del franquismo nos tocó el desasosiego de la transición. Vivíamos en una incertidumbre acelerada, multiplicada, hecha de alegrías como espejismos y de sobresaltos aterradores, entre pistoleros fascistas, pistoleros etarras, pistoleros marxistas-leninistas, torturadores policiales en nómina y con medallas, militares que jugaban al chantaje del golpe de Estado. Sin ayuda de nadie de fuera, la democracia española se iba improvisando en una especie de manga por hombro, todo sujeto con pinzas, inventado o copiado sobre la marcha, sin tiempo para los cimientos firmes ni las construcciones duraderas, sin tradiciones que no estuvieran perdidas o no fueran deleznables.

Las primeras veces que paseé por el centro de Washington volvió a ganarme la impresión de una solidez que a nosotros nos faltaba: vista de cerca, la Casa Blanca era menos imponente que en las fotos, y además tenía delante una plaza en la que los mendigos sin techo se arracimaban en las noches heladas sobre el vaho de aire caliente de los respiraderos del metro. Pero uno veía el Capitolio, el Tribunal Supremo, el Tesoro, los edificios del Gobierno, y le parecía que estaba delante de la presencia majestuosa de la administración pública y de la división de poderes. Washington era la prueba apabullante no solo de un poderío imperial, sino de una tradición democrática que, con todas sus taras, sus corruptelas y abusos de poder, llevaba durando más de dos siglos. La nuestra aún no tenía ni veinte años.

Ahora llevamos ya casi cincuenta, siempre sin sosiego verdadero, sin estabilidad, como de un día para otro, a trancas y barrancas, sobreponiéndonos no se sabe bien cómo a las peores crisis, a los criminales de la pistola y la capucha y a los lunáticos de las banderas arrojadizas y los himnos, a los corruptos, a los aprovechados, a las epidemias y a las catástrofes naturales, al acoso contra la sanidad y la educación públicas, a los inútiles, a los demagogos, a la pestilencia de las redes sociales. No es que estemos muy firmes, pero se ve que hemos aprendido a mantener más o menos el equilibrio, como los marineros sobre una cubierta que está siempre moviéndose.

Y mientras tanto, los que nos acomplejaban con la insolente solidez de sus instituciones y de sus arquitecturas ahora las ven tambalearse y no parece que eso les cause mucho asombro ni escándalo ni que pongan mucho esfuerzo por evitarlo. Decenas de miles de mujeres se manifestaron por las extensiones horizontales de Washington a principios de 2017 en protesta contra las bravuconadas de machismo tabernario de Donald Trump. Esta vez, el presidente regresado y sus cómplices están saltándose las leyes y las garantías de la división de poderes, desmantelando la administración, persiguiendo a los que consideran funcionarios desleales, y los demócratas del Congreso lo contemplan todo con la misma impotente apatía que los activistas callejeros desmovilizados. Hace ocho años, mis amigos progresistas de Nueva York confiaban tanto en los controles de la ley y de la división de poderes que no les inquietaba mucho el peligro que a nosotros, viniendo de países menos seguros de su propia solidez, nos parecía amenazante.

Ahora lo hasta ayer impensable se ha vuelto normal, y rufianes políticos sustituyen o expulsan a empleados públicos cuyos conocimientos y seriedad profesional son despreciados, y el Congreso dominado por los republicanos acepta sin queja que a las agencias federales se las despoje de los presupuestos y las facultades que el propio Congreso había aprobado, y se eliminen de golpe todas las normas de protección del medio ambiente en beneficio de las empresas extractoras. El país que decía exportar la democracia y la ayuda humanitaria ahora exporta sobre todo las bombas que arrasan Gaza y las armas que matan a sus martirizados habitantes, y favorece los peores instintos de una extrema derecha israelí que ya no tiene escrúpulos en manifestar abiertamente su proyecto supremacista de limpieza étnica. En una sociedad que se preciaba de culta y lectora como la israelí, la policía asalta las librerías palestinas de Jerusalén ante una ciudadanía igual de indiferente a la destrucción y la matanza. En países que siempre nos parecían más liberales y civilizados que el nuestro, partidos fascistas han llegado o están a punto de llegar al poder. Es raro pensar que ya habrá otros por ahí que nos admiren y nos envidien a nosotros.

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