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Amar la cultura

Someter las artes a causas exteriores es tanto como condenarlas al servilismo

Los equipos de las películas ´El 47´ y ´La Infiltrada´ agradecen el Goya a la Mejor película, este sábado en Granada.
Los equipos de las películas ´El 47´ y ´La Infiltrada´ agradecen el Goya a la Mejor película, este sábado en Granada.Julio Munoz (EFE)
Diego S. Garrocho

Despreciamos la cultura. Es posible que nos gusten sus luces colaterales, su prestigio y los canapés de sus eventos. Pero la cultura nos interesa del mismo modo que lo hace una llave inglesa o una linterna: como una herramienta que nos sirve y nos es útil para propósitos que a veces ni siquiera son nobles. Aspiramos a decirnos cultos, pero a cada paso intentamos someter el cine o la literatura a nuestras neurosis particulares.

Perdimos demasiado tiempo discutiendo cosas tan obvias como la relación entre el artista y su obra, y renunciamos a custodiar la integridad esencial de las disciplinas. Tan poco nos importan los géneros artísticos que hace tiempo dejamos de hablar de libros en contextos literarios. Para prestigiar una obra, se apela siempre al lugar de enunciación o a la posición desde la que se filma o se escribe. No es que se prime el quién sobre el qué, es que ya sólo sabemos celebrar el para qué. Lo que importa no es la calidad de la obra, sino las intenciones que declara, muchas veces de forma falaz, su promotor. Este despropósito no sólo tiene consecuencias letales para la industria, sino también para los propios artistas, que de verdad acaban creyendo que el perímetro de su ombligo tiene alguna trascendencia universal. Lo llaman autoficción.

Hemos convertido las artes en un gigantesco gabinete psicoanalítico donde los traumas de los creadores parecen constituir un criterio de legitimación preferente. El dolor, el malestar y la injusticia que cada año se conviertan en tendencia han terminado por arrasar los criterios intelectuales que nos permitían juzgar, por ejemplo, qué es una virtud literaria.

Someter las artes a causas exteriores es tanto como condenarlas al servilismo. Una obra no es mejor ni peor si la ha escrito una víctima, un señor muy facha o un niño con paperas. La grandeza y la libertad de la mejor cultura se reivindican desde su propia autonomía. La Divina Comedia de Dante no es más perfecta porque los güelfos blancos estuvieran en lo cierto y quienes verdaderamente aprecian el cine, el teatro o el ensayo, les conceden una dignidad suficiente como para juzgarlos dentro de sus propios parámetros.

Las formas culturales deben exigir una jurisdicción propia para que la literatura se evalúe con criterios literarios y el cine con razones cinematográficas. Aquel viejo profesor de Yale estaba en lo cierto. Quienes aman la poesía no se preguntan a qué causa sirven unos versos. Y no lo hacen porque saben que la única causa importante para la poesía es el propio poema.

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