El linaje de los profetas
En la historia del sacerdote francés François Ponchaud en Camboya está la triste lucha de los que quieren hacer saber la verdad sobre las tiranías
En el Antiguo Testamento los profetas no vaticinan lo que va a suceder, sino que denuncian lo que ya está sucediendo, los abusos y las injusticias contra las que solo ellos se atreven a levantar la voz. A los profetas los imaginamos desgreñados y predicando a gritos, voces roncas que claman casi siempre en el desierto. El más verdadero del último siglo, Martin Luther King Jr., sabía modular y elevar la voz con la vehemencia estremecedora de las iglesias negras del Sur, pero su dicción era siempre cultivada y precisa, y su porte el del teólogo universitario que de muy joven había deseado ser. Como en este tiempo todo lo más noble parece estar sujeto a la degradación y a la parodia, el nombre venerable de Martin Luther King lo pronuncia en vano Donald Trump, y, en el espectáculo televisivo chocarrero en que lo convierte todo, un pastor negro exento de dignidad pero no de servilismo parodia histriónicamente la oratoria y los gestos del profeta asesinado en 1968. De tanta desolación pública solo nos rescató la obispa Mariann Edgar Budde, que buscaba los pequeños ojos huidizos del aspirante a tirano del mundo mientras le decía desde el púlpito una de esas verdades que solo se atreven a enunciar los profetas, sin necesidad de levantar la voz, con ese aspecto de fragilidad engañosa, que era sobre todo indicio de una delicada fortaleza interior, con esa llana elocuencia en la que había algo del recitado exacto de un poema.
Escuchando el sermón y observando la presencia agraciada y austera de la obispa Budde, a uno le daban ganas de hacerse episcopaliano y de asistir sin falta a servicios así en las mañanas de domingo, en iglesias de desnudez protestante, tan distintas de aquellas a las que íbamos de niños “los domingos y fiestas de guardar”, decoradas con malos cuadros religiosos oscurecidos de mugre y con imágenes truculentas de cristos y santos.
En los mismos días en que la obispa Budde nos depara no sé si algo de consuelo o de esperanza ha tenido mucha menos resonancia la muerte de otro religioso que a su manera también ejerció la profecía. Era el padre François Ponchaud, sacerdote francés que había pasado gran parte de su vida en Camboya, y que ha muerto en una casa de retiro en Francia a los 85 años. En las fotos el padre Ponchaud tenía una presencia física saludable y austera, pero también animosa, como la obispa Budde. Llegó como misionero a Camboya en 1965, recién ordenado sacerdote, y en la atmósfera de cambios del Concilio Vaticano II decidió por su cuenta no decir más la misa en el latín, sino en la lengua jemer, que aprendió con la celeridad del entusiasmo. “Vine a Camboya no a convertir a nadie sino a ayudar a la gente a comprender el valor de su propia religión”. Decía que las enseñanzas de Buda y la práctica de la meditación le enseñaban a ser mejor cristiano.
Su vida contemplativa y pastoral terminó cuando en 1969 Richard Nixon y su secuaz Henry Kissinger decidieron bombardear masivamente y en secreto Camboya, que era un país neutral, con el propósito de castigar a los soldados del Vietcong y de Vietnam del Norte que se movían en las zonas fronterizas. En la primera campaña, bautizada en código Operación Menú, y en el curso de unos pocos meses, fortalezas volantes B-52 lanzaron 108.000 toneladas de bombas sobre un país selvático y agrario poco mayor que las dos Castillas juntas. Tres años más tarde, en 1973, los estrategas del Pentágono dieron con otro nombre ingenioso para una nueva operación: ahora se llamaba Freedom Deal, y en ella se lanzaron 250.000 toneladas de bombas. En total, algo más de 500.000 toneladas cayeron sobre Camboya hasta el final de una guerra que teóricamente sucedía en el país de al lado. Las cifras en crudo dicen poco: Estados Unidos lanzó sobre Camboya la mitad de las bombas que había lanzado sobre Alemania entre 1942 y 1945.
Durante muchos años el padre Ponchaud pidió que se juzgara a Henry Kissinger por crímenes de guerra. Y también cargó sobre él y sobre Richard Nixon una parte grande de la responsabilidad por la siguiente tragedia colectiva que se abatió sobre Camboya, el régimen de los Jemeres Rojos. Fueron los desastres provocados por tantos bombardeos, la disgregación social, la furia contra los agresores, lo que alimentó la popularidad y facilitó el camino para que esa guerrilla comunista tomara el poder en 1975 y hundiera al país en un abismo inconcebible de terror y miseria. En los años de los bombardeos estadounidenses se calcula que murieron unas 300.000 personas. Entre 1975 y 1979, el régimen encabezado por Pol Pot exterminó a costa de hambre programada y matanzas metódicas a casi dos millones, en un país de siete millones de personas.
Pero en Occidente nadie quería saber nada. Después de tantos años de guerra primero colonial y luego imperialista en Indochina, la llegada de los Jemeres Rojos al poder se veía, sobre todo en ambientes progresistas, como una jubilosa liberación, una de esas revoluciones triunfantes en países exóticos que la izquierda de los países ricos celebra con un fervor entre épico y condescendiente. A diferencia de tantos profesores y expertos universitarios, François Ponchaud estaba allí: vio entrar a los libertadores en Phnom Penh, y se fijó en que no sonreían ni miraban a la gente que los aclamaba. A continuación, y de un día para otro, los Jemeres Rojos ordenaron la evacuación total de la ciudad, y el padre Ponchaud se vio arrastrado en ella, en una riada de un millón de personas que tenía que salir no se sabía hacia dónde, todo el mundo, hasta los ancianos en las residencias, los enfermos graves en los hospitales, los tullidos arrastrándose. Los dirigentes jemeres no eran campesinos ignorantes y fanatizados: varios de ellos tenían doctorados en Filosofía o “Ciencia” política en la Sorbona. Mao Zedong había dictaminado que un buen poema solo puede escribirse sobre una hoja en blanco. Sobre la hoja en blanco de las ciudades evacuadas y destruidas, de las minorías intelectuales, religiosas y políticas exterminadas, Pol Pot y los suyos decidieron poner en práctica la utopía de un nuevo comienzo absoluto. En París, Le Monde publicaba un titular clamoroso: “Phnom Penh Liberé”.
François Ponchaud leyó ese titular en Tailandia, en la frontera de Camboya, rodeado de fugitivos del país, de gente hambrienta y aterrada que contaba cosas increíbles, y a la que nadie hacía caso. Los medios de izquierdas celebraban desde lejos el régimen jemer con la misma convicción, y con la misma irresponsable ignorancia, con que diez años antes habían celebrado la Revolución Cultural china. Cuando François Ponchaud empezó a denunciar en voz alta lo que de verdad ocurría, lo que había visto con sus ojos, lo que sabía de primera mano, lo que le contaban los testigos en su propia lengua, hubo una campaña internacional contra él. Intelectuales y profesores en universidades de élite, que no habían estado nunca en Camboya ni mucho menos hablaban el idioma jemer, le acusaban de no conocer el país, y de inventar propaganda reaccionaria. En el diario Libération se sugirió que muy probablemente el padre Ponchaud era agente de la CIA. Sin acobardarse, con la tenacidad de los profetas, François Ponchaud siguió predicando en el desierto, no esgrimiendo argumentos, ni haciendo proclamas, sino ofreciendo datos, testimonios, pruebas. En 1977 publicó el primer libro en el que se contaba la verdad sobre aquel país martirizado: Cambodge Année Zéro. Dos años después el régimen cayó y cuando se abrieron las puertas de lo que había sido un gran campo de exterminio desde 1975 no sé si alguien de aquella frívola izquierda ignorante se acercó al padre Ponchaud y le pidió perdón por sus calumnias.
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