La verdad es un acto revolucionario
La visión de Trump es la de un tirano que busca un poder sin responsabilidades y exige respeto sin reciprocidad
Decir la verdad al poder es un acto excepcionalmente raro, pero es aún más raro cuando el poder es abiertamente mezquino y rencoroso, y vive su momento de máxima concentración. Por eso todo el mundo contuvo el aliento cuando Mariann Edgar Budde dijo “ten misericordia de la gente de nuestro país que ahora tiene miedo” durante un oficio religioso tras la toma de posesión de Donald Trump.
La obispa episcopalista habló en la Catedral de Washington de los “niños gays, lesbianas y transgénero en familias demócratas, republicanas e independientes que temen por sus vidas” y de tener misericordia con los extranjeros “porque todos fuimos extranjeros en esta tierra”, delante de los poderosos que doblaron la rodilla y frente al presidente que dice haber sido “salvado por Dios para hacer América grande otra vez”.
Contuvimos la respiración porque sabíamos que el sermón no serviría para transformar al presidente o a su séquito, ni para salvar a aquellos que ha jurado perseguir y expulsar; pero también sabíamos que tendría consecuencias. Decir la verdad al poder es un acto exótico, valiente y revolucionario, porque no solo ilumina la verdad que pronuncia sino que revela el verdadero carácter del poderoso que la recibe. Trump consideró que el sermón le había faltado al respeto y que Budde, la primera mujer en servir como líder espiritual de la Diócesis Episcopal de Washington, debía pedirle perdón.
El respeto es importante para Trump. “A partir de hoy, nuestro país prosperará y será respetado nuevamente en todo el mundo”, dijo en su discurso inaugural. “Seremos la envidia de todas las naciones, y no permitiremos que se aprovechen de nosotros nunca más. (…) Recuperaremos nuestra soberanía. Restauraremos nuestra seguridad. (…) Estados Unidos recuperará su lugar legítimo como la nación más grande, más poderosa y más respetada del mundo, inspirando el asombro y la admiración de todo el mundo”.
Es la visión de un tirano que busca un poder sin responsabilidades y exige respeto sin reciprocidad. Pero es la visión que ha imantado a aquellos que se sienten ninguneados por personas, naciones, partidos, géneros, instituciones, culturas y razas que no han respetado la superioridad y el excepcionalismo blanco, masculino y estadounidense, y quieren ser admirados y envidiados por su poder, fortaleza y éxito a través de la dominación política, económica y territorial de Donald Trump.
Los votantes de Trump se sienten humillados, y viven su poder como antídoto contra la vergüenza, como viene explicando y catalogando en este periódico Máriam Martínez-Bascuñán. Trump se siente respetado cuando agarra a las mujeres por el coño y nadie le dice nada. Cuando cambia los nombres a las personas, amenaza con invadir territorios, recuperar canales y los hombres más poderosos del mundo lo celebran y se arrodillan ante él. Pero se siente humillado cuando la obispa de la catedral de Washington habla de compasión. “Su tono fue desagradable, y no fue convincente ni inteligente”, dijo. “El servicio fue muy aburrido y poco inspirador. ¡Ella y su iglesia deben disculparse!” La verdad es revolucionaria porque revela la verdadera naturaleza del poderoso. Está en su reacción, y no en las palabras de Mariann Edgar Budde.
Cuentan que, cuando Alejandro Magno encontró a Diógenes y le preguntó qué podía hacer por él, el filósofo le dijo que apartarse porque le tapaba la luz del sol. Alejandro entonces dijo: “Si no fuera Alejandro, desearía ser Diógenes”. Y lo dejó tomar el sol.
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