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Tribuna
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La agonía de la acción popular

Nada han aportado las acusaciones populares en los últimos cuarenta años que no haya podido hacer la fiscalía

El Grupo Socialista presenta su propuesta de reforma de la acción popular, este viernes en el Congreso.
El Grupo Socialista presenta su propuesta de reforma de la acción popular, este viernes en el Congreso.PSOE (PSOE)

La acción popular es la posibilidad de cualquier ciudadano no víctima de un delito de llevar a otro como acusado a un proceso penal. Se puede utilizar con cualquier delito “público”, es decir, con cualquiera del Código Penal que no precise que la víctima al menos lo denuncie, que son la enorme mayoría. Además, está reconocida por la Constitución en el art. 125 como una forma de participación ciudadana en los tribunales, junto con el jurado.

Puede que les sorprenda saber que todo lo anterior es fruto de la treta de un abogado de finales del siglo XIX, que hasta fue ministro varias veces y que incluso tiene calle en Madrid: Francisco Silvela. Sucedió que mientras no podía ser ministro por no mandar los suyos, allá por 1888 volvió a hacer de abogado, y tuvo a bien representar a la prensa de Madrid de la época para que participara en un proceso penal truculento que hacía vender muchos diarios: el crimen de la calle Fuencarral. Como la prensa quería más carnaza para sacar un “extra” tras otro, a su abogado se le ocurrió defender la participación de dicha prensa como actor popular en el proceso, para así tener acceso a los materiales de la investigación, aprovechando la ambigüedad de la aún vigente Ley de Enjuiciamiento Criminal de 1882. Pronunció un discurso apologético ante la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación —era su presidente―, y publicó un artículo extenso —lleno de inexactitudes y exageraciones— con su contenido. Pensar que Silvela se había pronunciado en contra de la acción popular años antes…

Pero consiguió su finalidad. Como se dice ahora, “creó un relato” que nos ha acompañado hasta hoy. Muchos progresistas se creyeron que la institución “abre la justicia al ciudadano”. La realidad es muy otra. La acción popular sólo ha servido para que algunas asociaciones se hagan publicidad, ataquen a sus enemigos políticos con la pena de banquillo, o incluso ganen dinero ilegítimamente utilizando la amenaza del proceso penal. Nada han aportado las acusaciones populares en los últimos cuarenta años que no haya podido hacer —y haya hecho efectivamente— la fiscalía. Les interesará saber que la acción popular, en el ámbito europeo, solamente existe en España y en Andorra.

Ahora el Grupo Parlamentario socialista presenta una proposición de ley con denominación demasiado alambicada (“proposición de ley orgánica de garantía y protección de los derechos fundamentales frente al acoso derivado de acciones judiciales abusivas”), y hasta innecesariamente sospechosa de estar orientada políticamente con respecto a casos que todo el mundo tiene en mente. La acción popular es una vulgar aberración jurídica que es una vergüenza que esté en nuestra Constitución, dado su origen. ¿Realmente hacía falta conseguir que todos pensemos en casos judiciales concretos al leer el título de la proposición de ley?

La reforma, en síntesis, facilita la inadmisión de la acción popular y limita drásticamente el número de supuestos en los que puede utilizarse a los delitos de corrupción, aunque añadiéndose incomprensiblemente los delitos de odio, lo que es un goloso caramelo para la mala fe de algunas asociaciones. Además, restringe su intervención a la fase de juicio oral del proceso penal —la que sale en las películas con los interrogatorios— e impide que participe durante la fase de instrucción —la fase de investigación previa a ese juicio oral— para evitar que esas asociaciones enreden creando titulares mediáticos como los que se produjeron en 1888, para legítimo espanto del mismísimo Benito Pérez Galdós. También se impide su ejercicio a partidos políticos y otras asociaciones u organismos políticamente orientados, para que dejen de una vez de apuñalarse entre sí utilizando a los jueces como dagas.

Y todo lo anterior tiene sentido, pero no solamente es insuficiente, sino que, como se ha dicho, parece demasiado orientado políticamente. Qué fácil hubiera sido —y sería— hacer una proposición mucho más breve en la que, siendo muy conscientes de su origen histórico espurio, solamente se dijera que el actor popular no puede mantener un proceso penal en contra del parecer de la víctima y del ministerio fiscal, que es lo que ocurre en cualquier país europeo. Ojalá hubiera sido así.

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