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Columna
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Mentira e identidad

Las teorías de la conspiración simplifican el mundo: señalan al enemigo y presentan una explicación sencilla donde todo encaja

Mentira e identidad / Máriam M Bascuñán
del hambre
Máriam Martínez-Bascuñán

Robert F. Kennedy Jr., nominado por Donald Trump para encabezar el Departamento de Salud y Servicios Humanos, es conocido por su postura antivacunas y sus peligrosas boutades, como que el sida pueda no ser causado por el VIH. Nos llevamos las manos a la cabeza porque están pensadas precisamente para provocar indignación. Por eso es inútil refutar sus sandeces desde una racionalidad científica, porque esas sandeces buscan provocar una transformación más profunda: desprestigiar a la ciencia y a quien habla en nombre de ella, incluidos los políticos. Y es que quizá nos estemos equivocando de registro a la hora de desmentir bulos. ¿Recuerdan cómo apareció la expresión “hechos alternativos”? La consejera del presidente, Kellyanne Conway, defendió así la mentira del exsecretario de Prensa, Sean Spicer, cuando afirmó que Trump había congregado “la mayor audiencia que jamás haya presenciado una toma de posesión”. Cuando el periodista Chuck Todd le preguntó cómo podía mentir con tal descaro, Conway respondió que Spicer solo estaba dando “hechos alternativos”.

Dicha expresión, que inauguró la era de la posverdad, es en realidad un artefacto pensado para producir identidad, para expresar una visión alternativa del mundo. La desconfianza hacia la ciencia se relaciona con la división entre los de arriba y los de abajo, que el populismo explota tan magníficamente. La suspicacia hacia el experto se convierte en un rechazo visceral a su arrogancia o su sesgo tecnocrático, lo que hace que sea difícil desmontarlo con un mero fact-checking o reivindicando con lágrimas de cocodrilo la auctoritas perdida. La autoridad implica jerarquía, y es esa misma jerarquía la que está siendo contestada por muchas personas, espoleadas por su posición social. La desconfianza implica significarse políticamente, tomar partido de forma contundente.

¿Qué significan, entonces, esos hechos alternativos? Que hay quien cree ciegamente que los científicos nos manipulan y envenenan y que las élites liberales viven de espaldas al pueblo, despreciándolo desde sus restaurantes veganos y sus cafés con estética Ikea. Lo que nos dicen es que “ellos no son como nosotros”: no van al McDonald’s ni se emocionan con la bandera ni ven la televisión. Se ríen de lo que comemos, de cómo hablamos, de nuestras creencias más arraigadas, como la carcajada de Kamala Harris cuando Trump dijo que los inmigrantes de Springfield comían mascotas. Una verdad alternativa es una verdad identitaria, dice Pierre Rosanvallon, y aunque Trump sea asquerosamente rico, muchos lo consideran de los suyos porque sienten que esos pijos liberales le desprecian por las mismas razones que a ellos: por no ser sofisticados. Es el sedimento de esa ira compartida que nutre las bases del republicanismo y su resentimiento social.

Las teorías de la conspiración, en fin, simplifican el mundo: señalan al enemigo y presentan una explicación sencilla donde todo encaja, y lo hacen con un lenguaje al alcance de todos. Por eso el bueno de Bruno Latour decía que el científico debía entrar en el espacio público como un ciudadano más y no como un experto. Porque, nos guste o no, la democracia es un sistema donde una verdad puede convertirse en una opinión, y es a la verdad a quien corresponde saber defenderse, aunque no sepamos muy bien cómo. ¿Regulamos internet? ¿Nos tomamos de una vez en serio nuestro sistema educativo? No creo que lo hagamos, ahora que la palabra “bulo” se ha convertido en otro dardo vacío de la contienda partidista y nuestra triste, tristísima, guerra identitaria.

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