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editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Merci, Gisèle

La sentencia del ‘caso Pelicot’ contra el marido de la víctima y 50 violadores más es un llamamiento a un cambio social profundo

Gisèle Pélicot abandona los juzgados de Aviñón, este jueves.
Gisèle Pélicot abandona los juzgados de Aviñón, este jueves.Lewis Joly (AP)
El País

Después de casi cuatro meses de un juicio que marcará para siempre la historia de Francia, el tribunal de Aviñón condenó este jueves a la pena máxima (20 años de cárcel) a Dominique Pelicot, el hombre que durante 10 años sedó a su esposa, Gisèle, para que fuera violada por decenas de hombres reclutados en internet. Los otros 50 acusados fueron condenados a entre 3 y 15 años. Si la condena a Pelicot coincide con la petición de la Fiscalía, las dictadas contra los demás convictos son inferiores a las solicitadas por el ministerio público, una decisión muy criticada, entre otros, por los hijos de la víctima.

El juicio —cuya resolución puede ser todavía objeto de recurso— deja en el aire la sospecha sobre el presunto abuso a la hija de la pareja, Caroline Darian, que se considera a sí misma como la “gran olvidada” de este proceso. Aun así, al considerar culpables a la inmensa mayoría (todos menos uno) de los procesados —cuya defensa se basaba en afirmar que habían sido manipulados y que, por lo tanto, no tenían la intención de cometer una violación—, el tribunal ha mandado un mensaje claro a la sociedad: jamás un hombre viola a una mujer sin querer; la violación siempre es un acto consciente y deliberado. Esos 50 individuos, captados a través de un chat bautizado “sin su consentimiento” y que no dudaron en abusar de ella, incluso viéndola inerte —manchándola para siempre, en las palabras de la víctima—, sabían perfectamente lo que hacían.

La decisión de Gisèle Pelicot de que el proceso fuera público a sabiendas de la violencia a la que se exponía —en particular cuando se visionaron las grabaciones de las violaciones— es eminentemente reivindicativa. Con su arrojo, quiso no solo que la vergüenza cambiara de lado, como ella misma declaró al principio del juicio, sino también concienciar a la sociedad francesa de que aún hoy, en 2024 y en un país avanzado, hay hombres que se sienten dueños del cuerpo de su mujer. El caso Pelicot ha evidenciado que, pese a los avances sociales y a los derechos conquistados en las últimas décadas por la lucha feminista, la sociedad francesa —y no solo ella— sigue impregnada de una cultura de la violación que banaliza esos actos y que concibe el cuerpo femenino como un mero objeto a disposición del deseo masculino.

El machismo que aún domina el país —y que está presente en el lenguaje, las relaciones sociales, la música o la pornografía— explica la distancia abismal que existe entre la imagen pública de una persona y su comportamiento en la esfera privada, sea cual sea su edad, profesión, clase o ideología.

Gisèle Pelicot, hoy convertida en icono mundial del feminismo y de la dignidad, merece que su valentía se traduzca en un cambio real y profundo en Francia, al igual que Anne Tonglet y Araceli Castellano, las dos campistas violadas en Marsella en 1978 que consiguieron que la justicia considerase la violación como un crimen. Sin una política enfocada a desmontar desde la infancia los estereotipos sexistas, sin una ley integral contra la violencia machista, sin una verdadera campaña de sensibilización sobre la sumisión química, el deseo que formuló Gisèle al terminar el juicio de que “mujeres y hombres por igual podamos vivir en armonía, con respeto y comprensión mutuos” no podrá realizarse. Francia se lo debe.

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