El debate | ¿Sigue teniendo la Navidad un sentido religioso?
La euforia consumista en estas fechas oculta a menudo su dimensión cristiana. Las fiestas se pueden disfrutar como la conmemoración del nacimiento de Jesús o como una celebración colectiva sin significado espiritual; o las dos
A las puertas de la temporada de fiestas navideñas, que en España empieza con el sorteo de la Lotería el 22 de diciembre y termina el día de Reyes, surge la pregunta en torno al sentido de esta celebración, cuya dimensión religiosa parece cada vez más minoritaria para buena parte de la sociedad, en favor del consumo y el disfrute lúdico. ¿Hemos olvidado el sentido espiritual de la Navidad? ¿Es incompatible con la fiesta del consumo?
El teólogo Juan José Tamayo defiende que la celebración del nacimiento del hijo de Dios es la memoria “subversiva” de los perdedores de la historia y que merece la pena pensar así la Navidad. Para la escritora Laura Fernández da igual el sentido que le dé cada uno a la fiesta, lo especial de esta época es que la sociedad se pone de acuerdo para fingir, creer en la magia y superar su falta de ilusión del resto del año.
Lo subversivo es celebrar la vida de un niño pobre
Juan José Tamayo
Los “evangelios de la infancia” son un género literario peculiar dentro de los evangelios de Mateo y Lucas, que presentan el nacimiento de Jesús a través de una serie de símbolos, imágenes y figuras, que no son narraciones históricas propiamente dichas, si bien ofrecen algunos datos fiables. En ellos se describe la situación de Palestina sometida al Imperio Romano y gobernada por dictadores a su servicio. Aparecen fenómenos especialmente significativos que rodean el nacimiento de Jesús: una familia “sin abolengo ni pedigrí de clase” (según el biblista Jesús Peláez), que tiene que refugiarse en un establo donde da a luz su madre María, la persecución y el infanticidio de Herodes, la emigración en condiciones de total desprotección, la encarnación de Dios no en una persona perteneciente a la realeza, sino en un niño nacido en una familia empobrecida, el anuncio del mensaje de paz comunicado a los pastores en medio de la violencia impuesta por la pax romana en los territorios ocupados, el revolucionario cántico del Magnificat de María, que invierte los valores: Dios derriba de sus tronos a los poderosos y ensalza los humildes.
La situación tiene similitudes con la actualidad: imperialismos, colonialismos, guerras, violencia contra los niños, las niñas y las mujeres hasta el feminicidio y el infanticidio, brechas de la desigualdad cada vez más profundas, desahucios, personas inmigrantes, refugiadas y desplazadas a quienes se les niegan la ciudadanía y los derechos fundamentales, familias con todos los miembros en paro, genocidio del pueblo de Gaza por el ejército israelí comandado por Netanyahu, nuevo Herodes, con más de 45.000 gazatíes asesinados.
La celebración de la Navidad es hoy ajena a las circunstancias que rodearon el nacimiento de Jesús y mira cínicamente para otro lado. Nada que ver con la situación de pobreza y marginación que rodea al alumbramiento de María. Se fomenta el dispendio, la desmesura, los excesos, el consumismo. No hay conciencia de que las mayorías populares viven una situación de empobrecimiento causado por la injusticia estructural mientras se dispara el gasto. Lejos de dar respuesta solidaria a los verdaderos y más graves problemas que vive la humanidad, los encubre. Lejos de fomentar una conciencia crítica y transformadora en los cristianos y cristianas ante las situaciones de injusticia, tiende a generar una conciencia alienante. Lejos de fomentar la solidaridad y la compasión, adormece las conciencias y es insensible a los sufrimientos de las víctimas.
Diría más, la Navidad se ha convertido en opio del pueblo y comercialización de lo sagrado. En un emblemático artículo de 1921, Walter Benjamin hablaba del cristianismo convertido en capitalismo y de este como religión de culto sin dogmas. Hoy podemos decir que la Navidad ha derivado en mercantilismo y neoliberalismo.
¿Es recuperable el sentido de la primera Navidad cristiana? Creo que sí. Tres son, a mi juicio, los aspectos a recuperar, más allá de su vertiente consumista y asistencial, en la perspectiva de un cristianismo liberador como alternativa. El primero es la humanización de Dios en la persona de Jesús de Nazaret, el “Dios humanísimo” del que habla el teólogo Edward Schillebeeckx, cuyos principales atributos no son la omnipotencia y la trascendencia que no hace pie en la historia, sino la compasión con las víctimas. El segundo es la ubicación de Jesús no en la esfera divina, sino en los márgenes de la sociedad y en el reverso de la historia. Él no posee sangre real, ni tiene madera de héroe, ni pertenece a la casta sacerdotal. Es, como afirma John P. Meier, uno de los principales especialistas en las investigaciones sobre el Jesús histórico, “un judío marginal”: así nació, así vivió y así murió. La celebración de su nacimiento es, por tanto, la memoria “subversiva” de las víctimas y de los perdedores de la historia, no la conmemoración de los éxitos de una megaestrella o de las conquistas de un triunfador. En tercer lugar, en la Navidad hay un despliegue de la fantasía, de la imaginación y del sentido lúdico-festivo, que constituye el contrapunto de un cristianismo que se regodea en la culpa y el dolor al que busca sentido redentor.
Conforme a esta lógica, creo que ¡otra Navidad es posible y necesaria!
Feliz irrealidad: qué más da si no significa nada
Laura Fernández
Dejénme confesarles algo. Me obsesiona, y me fascina, la Navidad. Es la única época del año en la que el mundo —al menos, una parte de él, y una cada vez mayor: la aldea global se abre camino, y la mente única del capitalismo feroz borra todo aquello que no resulte fácilmente mercantilizable, oh, díganme, ¿acaso hay algo que pueda competir con el omnipresente gorro de Papá Noel? ¿O era Santa Claus?— finge creer. ¿En qué? En eso que de forma brutalista, o reduccionista, o, por qué no, simplemente ridícula, llamamos la magia. Pero, ¿qué es la magia? Un relato que cubre a otro —al único otro posible: el de lo real—, y lo suspende, por un momento. Oh, sí, la realidad es una convención, y lo sabemos. Es una convención segura y reconocible, aunque cada vez más intervenida, cada vez más pura interferencia, cada vez más fábrica de mundos burbuja paralelos.
Dejénme confesarles algo más. Ni siquiera hice la comunión, así que jamás supe de dónde venía todo esto. Simplemente, ocurría. Se abría una brecha y un tipo muy concreto de ficción pretendía pasar por realidad. Que mi obsesión, como escritora, sea precisamente esa brecha, es decir, todo aquello que el ser humano, como animal narrativo, como especie escritora, inventa para no tanto dar sentido al sin sentido —¿Por qué tenemos que acabarnos? ¿Qué somos exactamente? ¿Qué hacemos en un planeta en mitad del espacio, dando vueltas a toda velocidad?—, como promoverlo, apuntalarlo, permitirle recordar que, si hemos sido posibles, si lo estamos siendo, todo podría serlo, probablemente tenga que ver con que siempre fui consciente del truco, nunca, en realidad, pude creer, por más que los mismísismos Reyes Magos visitaran una noche mi casa.
Debía de tener cinco años, y era muy consciente —la torpeza de los adultos es enternecedora, descuidadamente cruel— de que los troncos no cagaban regalos —discúlpenme si no están al tanto, pero en Cataluña la ficción navideña retuerce el gesto hasta lo imposible— pese a que quería creer que lo hacían —no pude: los profesores, en el colegio, levantaban la manta que cubría el robusto leño con pipa y barretina con tanto ímpetu, que todo lo que había debajo, quedaba al descubierto—, y de que los Reyes Magos eran gente fatalmente disfrazada. Mis padres, preocupados, contrataron a unos chicos que se dedicaban a ir por el barrio entregando regalos la Noche de Reyes, vestidos de Gaspar, Melchor y Baltasar. No mejoró. Pero fingí que lo hacía. Me pareció divertido. ¿De veras estaba jugando el mundo a ser de mentira? ¿Todo el mundo, a la vez? ¿Por qué?
Intenten pensar por qué estos días les parece que el tiempo pasa de otra forma, que las luces brillan más, o que abandonan a una tristeza más honda, o se pierden en el deseo —también, y sobre todo, material— más desaforado. Hay un barniz. Lo que existe está siendo distorsionado, ritualmente. “It’s that time of year / When the world falls in love”, canta Frank Sinatra en el clásico The Christmas Waltz —”Es esa época del año, en la que el mundo se enamora”—, y ¿no dirían que está en lo cierto? Todo es excesivo —y cada vez más— en Navidad, y lo es porque, de alguna forma, puede serlo. Estamos perdiendo la cabeza porque no podemos no hacerlo. En un mundo tan cada vez más decididamente falto de ilusión —tan precaria, o secamente real—, que esa brecha exista, y siga abriéndose, año tras año, es un milagro.
Sí, la Navidad es cada vez más una versión enloquecida de sí misma. Pero lo es, porque el mundo también. No porque esté mal. Piénsenlo. No se trata de cuánto compramos, o comemos, sino de detenerse, por un momento, a contemplar algo que no existe, pero hemos creado entre todos. No importa cómo de despojado está hoy de significado, de hecho, cuánto más lo esté, mejor, su único sentido debe ser el de la irrealidad, porque de lo que se trata es de creer en cualquier cosa que nos aleje de la realidad durante un tiempo, y fingir que todo está siendo distinto, y tomar, por qué no, conciencia de nuestro poder para alterar el orden, cualquier orden. Dejemos que lo que hemos inventado nos proteja unos días, y no nos preguntemos por qué lo hace. Siempre vamos a necesitar creer que nada tiene por qué acabarse nunca.
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