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Ya no hay sorpresas

Hay algo infantil en el modo con el que los ciudadanos de las democracias afrontamos el tiempo actual

Un soldado israelí armado reza junto a un tanque, en el paso de Kerem Shalom, al sur de Israel, este lunes.
Un soldado israelí armado reza junto a un tanque, en el paso de Kerem Shalom, al sur de Israel, este lunes.Amir Cohen (REUTERS)
David Trueba

En un episodio de Los Soprano, el protagonista, acuciado por problemas de toda índole, acaba en los brazos consoladores de una mujer rusa a la que le falta una pierna y que, pese a ello, aparenta cierta placidez armónica en su vida. Ella le explica, de manera simple, que los norteamericanos, por lo general, se sorprenden cuando algo malo les sucede, en tanto que el resto del mundo está habituado a esperar siempre lo peor. Nos hemos contagiado de esa actitud de soberbia porque la indiferencia con la que estamos tratando el desastre humanitario tras la invasión israelí de Gaza deja traslucir que somos muchos los que sufrimos el síndrome del desprecio al dolor ajeno. Lo que está padeciendo la población civil de aquel lugar si lo sufriéramos en nuestro territorio nos indignaría. El hambre, la sed, la destrucción, el abandono, la persecución permanece en un limbo de despreocupación desde hace más de un año. La exigencia de soluciones no parece que afecte a ese punto del mapa. Allá dejamos que la inercia imponga su crueldad.

La victoria de Donald Trump en las elecciones presidenciales norteamericanas responde a un orden narrativo lógico. Su primer mandato supo a poco a los que querían una revolución proteccionista. Realmente incumplió casi todas sus promesas y la acción se limitó a ejercicios de crueldad con los débiles, declaraciones altisonantes y gestos escénicos pomposos. El mejor resumen fue su visita al dictador de Corea del Norte. Supuestamente iba a solucionar un problema enquistado, pero el problema se quedó tan campante y él se dio unos apretones de manos para asociar el mundo libre con un régimen desolador que ahora ha enviado soldados a luchar contra Ucrania. A nivel interno, los aranceles y la exaltación del trabajador local no trajeron mejores niveles de vida. Lo curioso es que los políticos europeos que tanto celebran la victoria de Trump no les cuentan a sus electores del campo y la industria que la política proteccionista del presidente norteamericano les perjudica de manera directa. Es otra de las incoherencias del nacionalismo contemporáneo. Todos dicen defender tanto su propio país que resulta chocante su supuesta alianza, más bien comparten un interés electoral. Lo que les une es ganar las elecciones. Luego, allá cada cual.

El proteccionismo es la aplicación a la política del instinto básico más humano que conocemos. El de la propia supervivencia. Cuando las naciones eligen a líderes autoritarios aspiran a sentirse más protegidos, el problema es que no siempre resulta tan inteligente la acción de acorazarse, porque ante desafíos globales las soluciones locales son ridículas. Es cierto que si tu enemigo son los emigrantes el cierre de fronteras es una suculenta promesa. La pregunta es la siguiente: ¿son de verdad tus enemigos? Seguramente lo que sucede es que te han señalado un enemigo fácil de amedrentar, perseguir y humillar, para fingirse luego guardianes poderosos. Pero cuando pasa la euforia y el flujo continúa, se descubre que la amenaza no residía en aquello que te hicieron creer. Hay algo infantil en el modo con el que los ciudadanos de las democracias afrontamos el tiempo actual. Cuando en el futuro alguien se pregunte qué era lo que nos pasaba, la única respuesta que encontrará es que, sencillamente, estábamos cada cual preocupados por nosotros mismos. Trump ha salvado su biografía. Otra cosa muy distinta es que su fantástica jugada personal sea útil para sus súbditos.

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