Que la crisis climática iba en serio, uno lo empieza a comprender más tarde
Quienes toman las decisiones no deben tener miedo a excederse en sus avisos, sino a quedarse cortos
Tomo prestado el verso de Gil de Biedma para expresar la esperanza, en medio de tanto dolor, de que empecemos a entender, como cuando vamos envejeciendo, que efectivamente, esto va en serio. Si ni todo el conocimiento científico acumulado, ni las imágenes de sequías que agrietan la tierra o inundaciones que acaban con todo a su paso en otras latitudes nos han servido para comprenderlo, esperemos que el dolor nos abra la mente. Lo decía Hugo Morán, secretario de Estado de Medio Ambiente, en la cumbre de la biodiversidad que se celebraba en Colombia el mismo día que se conocía la tragedia, cuando aún no éramos conscientes de la dimensión. Habitualmente —expresaba emocionado— venimos a estas cumbres y nos solidarizamos con países arrasados por fenómenos extremos, cada vez más frecuentes y virulentos debido a la crisis climática. “Hoy somos nosotros los afectados”, sentenciaba.
Cierto: los fenómenos meteorológicos extremos como las dana, que no son nuevos, van a ser más frecuentes y de mayor intensidad en un país, como es España, especialmente vulnerable al cambio climático por su posición geográfica. Una dana es una masa de aire frío en altura que se ha descolgado del frente polar, cada vez más ondulado debido al derretimiento de hielo en el Ártico, y que colisiona con masas de aire húmedo por abajo. Si estas masas de aire se sitúan sobre el océano, pueden provocar huracanes o tormentas tropicales. Si lo hacen sobre la península, cuando llegan al Golfo de Valencia, recargan debido a la alta temperatura del Mediterráneo. Se forma así un tren de tormentas lineal que descarga en las montañas de forma brutal en un tiempo muy breve. Es decir, cuanta más temperatura tiene el mar —en este caso el Mediterráneo— más evapora; y cuanto más ondula el frente polar como consecuencia del incremento de temperatura, mayor es la probabilidad de que se descuelgue una masa de aire frío. Por lo tanto, a la espera de los estudios de atribución que nos darán más información, estamos en condiciones de afirmar, como lleva décadas advirtiendo la ciencia, que la crisis climática ya está provocando que fenómenos como las dana sean más frecuentes y virulentos.
La Unión Europea ha previsto que emergencias de esta naturaleza o similares van a afectar a más de uno de sus Estados miembros y el 21 de octubre publicó un nuevo reglamento —COM(2024) 496 final— que incorpora entre los supuestos de ayuda regional urgente para la reconstrucción “el apoyo a las inversiones destinadas a la reconstrucción en respuesta a una catástrofe natural ocurrida a partir del 1 de enero de 2024″.
Nada de esto es nuevo. La Estrategia de Seguridad Nacional de 2013 ya definía el cambio climático tanto como un potenciador de riesgos como un generador de los mismos, y cuatro años después, en 2017, la nueva estrategia decía en su prólogo que “dinámicas como el ritmo acelerado de transformación impulsado por la tecnología, las asimetrías demográficas entre regiones o el cambio climático demandan un esfuerzo para adaptarse y gestionar de forma ágil y flexible los cambios”. La Estrategia más reciente, de 2021, ya tiene el cambio climático como uno de los principales riesgos tanto a nivel nacional como internacional. Si el cambio climático es un riesgo de seguridad nacional, ¿por qué no se trata como tal? Si así fuera, sería impensable —y no se permitiría— que un gobierno autonómico, en este caso el que formaron PP y Vox en la Comunidad Valenciana, eliminara la Unidad Valenciana de Emergencias.
En este contexto, es de esperar que no queden dudas: Urge prepararse. ¿Cómo? En primer lugar, acelerando las políticas de transición ecológica, con especial énfasis en el abandono de la quema de combustibles fósiles. Por otro lado, y cada vez de forma más urgente, poniendo en marcha medidas llamadas “de adaptación al cambio climático”, que no son ni menos importantes ni menos urgentes que las anteriores.
Adaptarse a la crisis climática, parafraseando el título de un libro de Naomi Klein, significa repensarlo todo. Es inexplicable que un país tan expuesto a estos fenómenos como España tenga —se calcula— un millón de edificaciones en zona inundable, que la planificación y ordenación del territorio no haya tenido en cuenta esta vulnerabilidad, que haya PGOU que no se hayan adaptado a los mapas de inundabilidad y que cada vez que alguien intenta aproximarse a ello salten todas las resistencias. Por otro lado, habrá que evaluar cómo han funcionado las infraestructuras hidráulicas, que en unos puntos del territorio han podido salvar vidas, como en el caso de la ciudad de Valencia, pero en otros, como en las poblaciones al sur de la ciudad, quizá hayan contribuido a empeorar la situación, hay que estudiarlo. A la par, los planes de reforestación y recuperación de zonas de inundación siguen pendientes.
Con estos aspectos como telón de fondo, cabe preguntarse por lo que tiene que ver con la gestión de los momentos clave. La predicción meteorológica, pese a los elementos de incertidumbre que acompañan a la crisis climática, es cada vez más precisa, como muestran las alertas lanzadas por la AEMET, pero hay que cambiar los protocolos de aviso a la población. Mientras la Universidad de Valencia, el mismo martes por la mañana —tras un preaviso el lunes por la noche— suspendía toda actividad académica, el Gobierno de la Comunidad Valenciana decía que la dana remitiría a media tarde. Es la ciencia la que suministra la información y deben ser los responsables políticos quienes la gestionen, pero, ¿con qué criterios? Con una mirada retrospectiva y sabiendo lo ocurrido, es fácil decir que aplicando al máximo el principio de cautela. Para ello, es necesario que la sociedad empiece a ser consciente de lo que hay en juego, que entienda que ante un aviso de emergencias lo único razonable es quedarse en casa y buscar zonas altas, y que las empresas, las escuelas y todas las actividades no esenciales suspendan su actividad. De la misma forma, es la ciudadanía, esta vez con la ayuda de los medios de comunicación, la que tiene que ser capaz de diferenciar y rechazar los bulos, los negacionismos irresponsables y la manipulación política que alienta la antipolítica que solo beneficia a la ultraderecha. Tuvimos oportunidad de aprender todo esto en la pandemia, estamos entrenados. Si una vez dada la alerta, la emergencia no es para tanto, no pasa nada. Mejor eso que dedicar los siguientes días a descubrir cadáveres. Quienes toman las decisiones no deben tener miedo a excederse en sus avisos, sino a quedarse cortos, y la ciudadanía hemos de emitir señales en este sentido y no en el contrario.
Si los gestores, quienes planifican el territorio, la ciudadanía, las empresas y el conjunto de la sociedad deben repensar estos aspectos —entre otros—, quienes nos representan también deben recapacitar. Cuesta entender que en una tragedia como esta el Parlamento cierre sus puertas en señal de duelo en lugar de aprovechar para lanzar mensajes de apoyo a las víctimas, reflexionar sobre los desafíos que la crisis climática nos presenta con urgencia y debatir cómo hacerle frente. Supone no entender que el principal hándicap que tienen hoy las políticas frente a la crisis climáticas es político y consiste en articular acuerdos de enorme complejidad entre actores políticos, sociales y económicos para cambiar aspectos básicos de nuestro modelo económico, cuestionando, como en todas las transiciones, posiciones de poder. La transición ecológica es una cuestión política porque necesita remover cimientos del poder. Y este es, probablemente, el principal desafío que tenemos como sociedad. Señorías, vuelvan pronto a sus escaños y den prioridad a esta transición antes de que llegue la próxima tragedia.
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