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Columna
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Comprender la indignación

La política institucional, con todos sus defectos, es el único instrumento que tenemos para convivir de forma próspera y pacífica

De izquierda a derecha, el rey Felipe VI, el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, el presidente de la Generalitat Valenciana, Carlos Mazón, y la delegada del Gobierno en la Comunidad Valenciana, Pilar Bernabé.
De izquierda a derecha, el rey Felipe VI, el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, el presidente de la Generalitat Valenciana, Carlos Mazón, y la delegada del Gobierno en la Comunidad Valenciana, Pilar Bernabé.Pool Moncloa/Borja Puig de la Bellacasa (Pool Moncloa/Borja Puig de la Bellacasa/EFE)
Diego S. Garrocho

Pocas cosas son más incontestables que el legítimo dolor de quien lo ha perdido todo. Tras varios días de desgarradora angustia e incertidumbre, la experiencia traumática vivida por los vecinos de Paiporta y de tantas otras localidades derivó este domingo en una escena que pasará, sin duda, a la historia de nuestra democracia. Los gritos y el lanzamiento de objetos contra la comitiva encabezada por los Reyes, Sánchez y Mazón no pueden legitimarse, y menos cuando ya es conocida la participación planificada de grupos de extrema derecha en la agresión al Presidente. Sin embargo, ningún análisis podría conformarse con diagnosticar lo obvio. Al lado del fanatismo ultra, y en mucha mayor medida, también estaba el abatimiento de miles de vecinos que expresaron una desesperación y un descontento que haríamos mal en desatender.

A estas alturas de la tragedia, caben pocas dudas de que la gestión política de esta desgracia ha sido calamitosa. Activar la balanza de precisión para determinar qué siglas se han comportado de forma más negligente añade poco o nada a un debate que debe ser mucho más radical. Nuestro país lleva años evidenciando un agotamiento por parte de la clase política y esta nueva crisis de representación, en contacto con una realidad tan dramática como la que ha impuesto el paso de esta dana, se ha vuelto insoportable. El juego de acusaciones cruzadas, la incompetencia ajena como unidad de medida o el omnipresente cálculo electoral como brújula para tomar decisiones es siempre perverso, pero se vuelve inaceptable en un contexto marcado por la destrucción y la muerte de cientos de personas.

No importa solo la brutalidad cierta de la indignación. Lo urgente es atender a esa realidad y comprenderla. Nuestro país se encontrará al borde del abismo si no enmienda la gradual degeneración política en la que nos hemos sumido y el sufrimiento de los habitantes de Paiporta es la prueba viviente del rumbo que puede tomar un malestar social. Son demasiados los signos que anuncian que el hartazgo puede traducirse en una irreversible ruptura con nuestros representantes. Y, pese a todo, la política institucional, con sus enormes defectos, es el único instrumento que tenemos para poder convivir de forma próspera y pacífica. De poco servirá señalar a quienes abonan la antipolítica sirviéndose de la desesperación, el miedo y el dolor. Quien acuse al otro pierde. La actitud verdaderamente responsable en una circunstancia como esta pasa por la autocrítica y la inmediata asunción de responsabilidades.

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