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Columna
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Valencia y el discurso sobre la libertad

Hay quien quiere tapar el hecho de que hay elecciones deliberadas y decisiones institucionales detrás del espanto de las vidas perdidas

Ilustración columna M. Bascuñán
DEL HAMBRE
Máriam Martínez-Bascuñán

Recuerdo la conmoción global ante los devastadores efectos del huracán Katrina. Al principio, muchos atribuimos aquel desastre a la mala suerte, hasta que comprendimos que las políticas de segregación residencial, la falta de acceso a cuidados sanitarios o la ausencia de protocolos de evacuación empeoraron exponencialmente la tragedia. Así que desconfíen de quien les diga que no hay que politizar lo sucedido en Valencia. Hay que hacerlo, aunque solo sea para evitar que nos vendan la moto de la mala suerte y no reaccionemos ante una injusticia evidente. Hay quien quiere tapar el hecho de que hay elecciones deliberadas y decisiones institucionales detrás del espanto de las vidas perdidas y los hogares anegados. Identificando las causas de fondo de lo sucedido, al menos nos situaríamos en la obligación de intentar mejorarlas.

Los avances sociales en las democracias modernas se produjeron en parte porque empezamos a definir como injustas cosas que antes se consideraban producto del azar o la mala suerte. Si alguien no puede acceder a un edificio porque va en silla de ruedas, no es el resultado de una privación suya sino un déficit del edificio. Hoy, sin embargo, hay interés en cambiar la naturaleza del debate político. Se hace, por ejemplo, cuando se demoniza el papel del Estado como el ente opresor que nos encerró en la pandemia, o cuando lo proyectamos únicamente como un organismo paternalista que estará siempre ahí después de que suframos un daño. Pasar como un péndulo del punitivismo al paternalismo nos impide ver su función principal: prevenir las amenazas a nuestro bienestar mediante políticas activas que no solo nos protejan, sino que nos permitan hacer cosas. Desde hace unos años, una corriente ideológica de corte ayusista se esfuerza por evitar que veamos que el Estado tiene el propósito activo de favorecer la justicia, no el de interferir en nuestra libertad, aunque para favorecer nuestro bienestar a veces sea necesario que las instituciones democráticas tengan poder coercitivo. El discurso falaz sobre la libertad es la excusa para reestructurar nuestro sistema impositivo, reducir la inversión en infraestructuras, fomentar burocracias ineficientes y reducir formas de asistencia sanitaria. Sabemos bien quién ha provocado la merma de muchas de las capacidades que tenían nuestras instituciones para responder a problemas que afectan a nuestro bienestar y a nuestra propia vida.

Más allá de las medidas económicas, hay un modelo de sociedad que enfrenta su idea de libertad con la de responsabilidad y solidaridad compartidas. Desconfiemos de esa falacia argumentativa, pues la responsabilidad es precisamente la base de nuestra libertad como individuos. Estar frente a un otro vulnerable me obliga a mirarle a los ojos; me sitúa en un lugar que llama a mi responsabilidad, acaso de forma frágil, pero consistente. Identifiquemos los discursos públicos animados por el resentimiento. Ahí estaba Mazón y su manifiesta incompetencia hasta ayer, y sin embargo la tragedia le hizo distanciarse del peligroso discurso de Feijóo. El líder de la oposición se ha sumado a las reacciones públicas que buscan chivos expiatorios soñando con un improbable castigo o estigmatización, la catarsis de indignación que le llevaría a la Moncloa. Esa retórica, casi trumpista, genera respuestas defensivas y divide a las sociedades fomentando el escepticismo en lugar de la cooperación, y evitando que nos centremos en las instituciones y políticas que hay que cambiar. Desconfiemos de quien se aprovecha de nuestra indignación. Ahí no hay promesa ni compromiso alguno.

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