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Columna
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Pobres, débiles y adictos

La adicción al móvil no es un pecado personal. ¿Cuántas veces hemos escuchado que un problema social o económico se debe a los fallos morales de un colectivo?

Phubbing
Mike Kemp (Getty)
Delia Rodríguez

De vez en cuando escucho el podcast del profesor de Stanford Andrew Huberman. En su último episodio, el experto en neurociencia de la memoria Charan Ranganath explica por qué no debemos mirar el móvil mientras conversamos con otras personas: al cambiar de tarea, nos enlentecemos, y al volver nos quedamos unos segundos por detrás del otro, forzando nuestras capacidades cognitivas y fragmentando la memoria. Por eso el recuerdo posterior será difuso. Para la mente es muy importante, dice, hacer primero una cosa y después otra. Huberman añade una visión personal sobre los trabajadores tecnológicos: “los mejores que conozco, los verdaderamente excepcionales, son muy buenos atrincherando su atención, son muy disciplinados en su uso del móvil. Los que cambian de tarea a menudo no tienen vidas completas, no cuidan de su salud”. Después explica que posee un móvil secundario guardado en una caja solo para acceder a redes sociales, con un temporizador que garantiza que le dedica un tiempo limitado.

La conversación entre los dos científicos me resultó muy interesante, no solo por su visión sobre la multitarea, que por algún motivo yo solo asociaba a trabajo de oficina, y no a situaciones cotidianas como reunirse con amigos o ver una película con el móvil en la mano. Me impactó el comentario de Huberman, famoso por sus férreos protocolos científicos para optimizar la salud que adoptan miles de seguidores en todo el mundo, sobre cómo quienes no controlan su conexión a internet no disfrutan de vidas plenas porque no se cuidan. Tenemos así el problema (adicción al móvil), los culpables (personas débiles, con poca fuerza de voluntad), los ganadores (una especie de estoicos digitales) y la solución (disciplina personal). Él no es el único en pensar así. El marco se está estableciendo en estos momentos y, sospecho, perdurará.

¿Cuántas veces hemos escuchado que la culpa de cierto problema social o económico se debe a los fallos morales de un colectivo que, casualmente, no es el que ostenta el poder, perpetuando un sistema injusto con ideas que a veces hasta las propias víctimas llegan a defender? Puede que pronto, junto a los peligrosos estereotipos de mujeres histéricas, gais viciosos, personas pobres vagas e inmigrantes aprovechados unamos el de los adictos al móvil sin disciplina ni autocontrol, cuando hasta el propio Huberman ―capaz de darse baños con agua helada a diario para aumentar su dopamina― ha debido establecer un sofisticado sistema de reducción de daños al que no todo el mundo puede o sabe acceder. Los desperfectos de la hiperconexión no solo deben verse como un problema personal de fuerza de voluntad cuando buena parte de la facturación de las empresas más poderosas del mundo depende de ellos. Desviar la atención hacia un pecado individual es una excelente forma de ganar tiempo en este tardo capitalismo tecnológico que para seguir creciendo sacrifica a quienes lo sostienen.

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”Tengo una teoría: las redes sociales e internet en general serán en unos años una cosa de pobres”, me dijo una vez mi amiga Irene Serrano, que está doctorada en periodismo digital participativo. “En una sociedad con tanta desigualdad y donde los ricos tratan a toda costa de diferenciarse, los teléfonos inteligentes, las redes sociales y la creación de contenido se lo dejarán a los pobres”. Creo que tiene razón. Una clase barrerá en casa su problema, con todos los recursos y conocimientos necesarios. Otra no podrá y, además, la llamarán débil.

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Sobre la firma

Delia Rodríguez
Es periodista y escritora especializada en la relación entre tecnología, medios y sociedad. Fundó Verne, la web de cultura digital de EL PAÍS, y fue subdirectora de 'La Vanguardia'. En 2013 publicó 'Memecracia', ensayo que adelantó la influencia del fenómeno de la viralidad. Su newsletter personal se llama 'Leer, escribir, internet'.
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