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Columna
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Júpiter en la Asamblea francesa

El camino de Macron para salir del caos que él mismo provocó convocando elecciones anticipadas en pleno verano es perfectamente constitucional, pero no el más limpio en términos democráticos, ni desde luego el más sutil

Ilustración columna Bascuñán 8.09.24
DEL HAMBRE
Máriam Martínez-Bascuñán

Es un lunes de julio y Lucie Castets, directora de Finanzas de París, sube a su bicicleta para desayunar con una amiga. Quizá no les suene mucho pero, de camino, recibe una llamada con una propuesta irrechazable. Tras ganar las elecciones e impedir que el delfín de Le Pen sea primer ministro, el Nuevo Frente Popular (NFP) le ofrece ser su rostro visible, dando la vuelta, así, a la lógica populista: primero unidad y programa; después, la persona que materialice el vínculo de las izquierdas. Cierto que Castets no tiene la fama urdiendo consensos del negociador del Brexit, Michel Barnier, pero esta alta funcionaria de 37 años, lesbiana, felizmente casada y madre de un niño, consiguió ser el vínculo de unión de los cuatro tonos de izquierdas que concurrieron unidos a las elecciones: comunistas, insumisos, socialistas y verdes. Desde entonces, Castets ha demostrado no ser un títere. Tiene voz y autoridad, y prioridades políticas: transición ecológica, poder adquisitivo y reconstrucción de los servicios públicos.

Pero Macron ha preferido a Barnier, el candidato de mayor edad que jamás tuvo la V República y que sucederá al más joven, Gabriel Attal. Pero lo extraño no es que sea un hombre de ayer. Lean lo que dijo en las primarias conservadoras que perdió frente a Valérie Pécresse. Barnier habló sin tapujos de un “escudo constitucional francés” frente al derecho comunitario para “recuperar nuestra libertad de maniobra”, y lo hizo en nombre de la soberanía nacional y la lucha contra la inmigración. La mano de hierro negociadora de un Brexit que fue el basamento de esta larga ola reaccionaria, populista y soberanista, entraba por la puerta grande en la campaña presidencial francesa con la misma verborrea populista de Le Pen, atacando toda la arquitectura existencial de la Unión: el orden liberal, el respeto a las reglas, el Estado de Derecho.

Dice John Gray que vivimos tiempos de poca sutileza constitucional, y acierta al ver ahí la prueba del declive liberal. El camino de Macron para salir del caos que él mismo provocó convocando elecciones anticipadas en pleno verano es perfectamente constitucional, pero no el más limpio en términos democráticos, ni desde luego el más sutil. La Asamblea está formada por minorías, y si ninguna puede aplicar totalmente su programa, ¿a qué tanto temor a que una candidata de izquierdas revirtiera sus reformas? Había dos opciones: conceder a los vencedores la oportunidad de forjar un consenso (lo que encaja perfectamente en la Constitución) y dejar caer así a Castets en caso de no conseguirlo, o dar un golpe jupiterino en la mesa imponiendo un candidato. En ausencia de mayoría absoluta, por supuesto que el presidente no está obligado a nombrar un primer ministro de un campo político particular, pero la Constitución le permitía abrir la puerta a un régimen parlamentario cuando resulta evidente que las herramientas de la V República para fortalecer al Ejecutivo son toleradas cada vez menos por la ciudadanía. La contención en el uso de las prerrogativas institucionales está en horas bajas y, con su imprudente movimiento, se prefiere reforzar la presidencialización de la democracia, siempre su lado más autoritario. Es esta una cultura política que no proviene de la arquitectura institucional, sino de la irresponsabilidad de los líderes políticos. Gracias a Macron, Le Pen tiene hoy las llaves del Gobierno, mientras aprovecha agradecida la disfuncionalidad de la política francesa con sus ávidos ojos puestos en las presidenciales de 2027.

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