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Columna
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La voz de las mujeres afganas

Es desolador ver una y otra vez esa conexión entre la historia clásica, masculina desde su comienzo, y algunas formas contemporáneas para evitar escuchar en público a las mujeres

La voz de las mujeres / Máriam M Bascuñán
Del hambre
Máriam Martínez-Bascuñán

“Madre, entre en la casa y ocúpese de sus labores, del telar y de la rueca. La palabra queda al cuidado de los hombres”. El primer canto de la Odisea contiene una admonición masculina en la voz del joven Telémaco, quien manda callar a Penélope. Es la imagen que utiliza Mary Beard en su Mujeres y poder, designándola simbólicamente como uno de los lugares fundacionales de un orden basado en el silencio de la voz femenina. “El relato nació amputado”, nos recordaría luego Irene Vallejo. Desde el comienzo de la historia y hasta la fecha, el planeta sigue atravesado por esa especial educación que propicia el crecimiento de los hombres, y que consiste no solo en tomar el control sobre su propia palabra en público, sino en aprovechar la ausencia de la voz de las mujeres, hasta el punto de silenciarlas, para ocupar un lugar que acaso no les pertenecería. Dice bien Beard: el poder de la dominación masculina “es directamente proporcional a su capacidad de silenciar a las mujeres”.

Es desolador ver una y otra vez esa conexión entre la historia clásica, masculina desde su mismo inicio, y algunas de las formas contemporáneas para evitar escuchar en público la voz de las mujeres, ya sea mediante el ninguneo o con la más atroz virulencia. Los talibanes saben, como comprendían bien griegos y romanos, que quien tiene el dominio del discurso lo tiene sobre el mundo. Su propia tradición religiosa es, en parte, una discusión sobre las jerarquías de la voz y la palabra, por supuesto masculinas. Pero miremos más cerca. Recuerden la decisiva retórica de la Administración de Bush sobre los derechos de las mujeres afganas, sin que les importasen demasiado los de las norteamericanas. Hasta aquel falso paternalismo de protección masculina resultó ser una mera fachada: en realidad, como bien sabemos, las mujeres afganas no le importan a nadie.

Pero quizá haya algún aprendizaje en todas las apelaciones cínicas a la necesidad de salvar a las mujeres. Cuando empleamos un discurso que proyecta a la otra como víctima que espera ser salvada, reproducimos inevitablemente una relación de jerarquía basada en la sumisión a cambio de protección y vigilancia. Buena parte de la narrativa que adornó la invasión de Afganistán construía esa imagen de las mujeres como víctimas paradigmáticas que necesitaban ser salvadas. Con todo aquel militarismo paternalista, además de instrumentalizarlas, evidenciábamos que no las considerábamos como iguales, pues utilizábamos la situación de las afganas como medida de nuestro propio nivel de desarrollo moral, negándoles de nuevo una voz propia.

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Es importante repasar estos argumentarios, pues nos permiten percatarnos de la inusitada facilidad con que la retórica feminista es asumida por toda clase de líderes para sus propios fines. Los discursos antinmigración reproducen, de hecho, esa relación tóxica entre protector y protegido. Cuando se azuza el miedo ante la amenaza externa y se promete mantenernos a salvo de los invasores, especialmente a mujeres y niños (la eterna e inevitable coletilla), se da pábulo a fantasías, temores y deseos infantiles. El miedo impide una relación democrática con la ciudadanía, imponiendo una estructura de pensamiento donde un policía protector, por lo general masculino, se enfrenta a los malvados agresores… y bla, bla, bla. Porque esto es precisamente lo que hacemos con las mujeres afganas. Olvidarnos de ellas mientras divagamos sobre nuestros propios problemas. Como si fueran ellas las que nos hubiesen fallado a todas.

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