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Tribuna
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Deslenguadas

No olvidemos —lenguaraces— continuar una larga cadena en la historia y seguir arrebatando palabras al silencio, hablar allí donde aún es preciso rescatar de todos los confinamientos la voz de las mujeres

Irene Vallejo
Ilustración tribuna Vallejo 18-09-20
Eva Vázquez

La historia es un tapiz que entreteje las hebras del recuerdo y del olvido, casi siempre a conveniencia de quien maneja los hilos. La invención de la escritura, paralela a la creación de las primeras civilizaciones, permitió fijar mágicamente el enjambre de nuestras palabras en piedra, en arcilla, en papiro, en pergamino. Pero no todas. Ciertas ideas anidaron en el mármol; otras, como pájaros ateridos, quedaron flotando desprotegidas en la frágil memoria oral. Una parte de la humanidad quedó fuera de las murallas, a la intemperie, contemplando aquella fortaleza inexpugnable de textos escritos, un invento milagroso que salvaba el conocimiento y lo legaba al futuro. El relato nació amputado. Ovidio narró esta mutilación en el mito de Lala, la “charlatana”, un nombre onomatopéyico que equivale a nuestro “blablablá”. Cierto día, la cantarina Lala desveló un secreto prohibido: el lujurioso Júpiter perseguía obsesivamente a las ninfas. Para vengarse de ella, el adúltero dios supremo le arrancó la lengua. Como si no fuera suficiente castigo, la entregó a Mercurio para que la violara. A continuación, Júpiter la convirtió en diosa bajo un nuevo nombre: Tácita Muda. Todos los años, en el mes de febrero, Roma la honraba como patrona del silencio. Así fue como Lala pasó de ninfa deslenguada a muda belleza, divina pero sin lengua.

Los antiguos griegos y romanos sabían que quien domina las palabras domina el mundo. A ellos les pertenecía el discurso público de la autoridad, mientras que cualquiera —mujeres incluidas, sobre todo las mujeres— podía practicar la charla, el cotorreo o los chismes de la esfera privada. El teatro fue el gran escenario de debate político en la antigua Atenas, y, tal vez por eso, los pioneros de la democracia decidieron que todos los papeles femeninos serían interpretados por actores masculinos. Antígona, Lisístrata e incluso Desdémona muchos siglos después, tuvieron cuerpo y voz de hombres de pelo en pecho. Esta expulsión de la escena pública se prolongó durante milenios. La película Shakespeare in Love subrayaba las incongruencias de la prohibición: una joven que soñase con interpretar a Julieta no tenía más remedio que disfrazarse de chico que finge ser mujer. Otra película, Adiós a mi concubina, describe el durísimo adiestramiento de un cantante de ópera en la China del siglo XX para entrar en la piel de personajes femeninos.

Aunque permanecen en la penumbra histórica, algunas romanas se rebelaron contra la privatización de sus voces y se atrevieron a hacer política. Fueron señaladas en latín como las axitiosae —activistas—, que venía a significar “las que actúan juntas”. En una comedia de Plauto estrenada hace más de 20 siglos, el marido de una de ellas dice: “Una verdadera mujer, mi mujercita; desde que la conozco, sé lo que es una activista”. En el año 42 antes de Cristo, estas agitadoras vivieron un momento de apogeo y contradicciones. Roma estaba en guerra —como era habitual— y los gastos bélicos amenazaban con vaciar el erario público —como siempre—. Entonces los gobernantes decidieron imponer a las 1.400 mujeres más ricas de la ciudad un impuesto para sufragar el sobrecoste militar. Las dueñas de esas fortunas, orgullosas de su independencia y su prosperidad, se movilizaron contra la medida, pero no encontraron a nadie dispuesto a representar sus intereses. Después de largas búsquedas inútiles, decidieron defenderse solas. Las viejas costumbres se tambalearon cuando habló en público, sin mediación masculina, una elocuente viuda llamada Hortensia: “¿Por qué tendrían que pagar impuestos las mujeres si estamos excluidas de las magistraturas, de los cargos públicos, del mando y de la res publica?”. El argumento de Hortensia es el mismo que siglos más tarde, en 1773, serviría como detonante a la independencia de Estados Unidos, tras la llamada revuelta del té. No taxation without representation gritaron los rebeldes de Boston, tras los pasos de la sublevación romana. En aquel momento, Hortensia y sus aliadas no reclamaban el derecho al voto, simplemente aspiraban a no pagar impuestos, pero sus discursos consiguieron derogar la medida. La paradoja de este episodio es que las activistas organizaron una revolución para quedarse justo como estaban antes.

Frente a la expulsión del ágora pública, algunas mujeres hicieron vibrar sus palabras en boca de hombres poderosos. Fue el caso de la brillante Aspasia, una extranjera que emigró a Atenas cuando esa pequeña polis mediterránea estaba forjando la filosofía, la historia y un concepto revolucionario de ciudadanía. Eso sí, era una ilustración con claroscuros: instauraron la democracia, pero para unos pocos. El sistema excluía a esclavos, extranjeros y mujeres, es decir, a la mayoría de la población. Aspasia no estaba dispuesta a quedarse quieta y encerrada en casa; tomó la inverosímil decisión de dedicarse a la filosofía porque amaba el conocimiento y quería comunicarlo. Cuando se enamoró de Pericles, colaboró en su ascensión política. Las fuentes dan a entender que era una auténtica oradora en la sombra. Sócrates solía visitarla con sus discípulos y disfrutaba de su brillante conversación, incluso llegó a llamarla “mi maestra”. Según Platón, escribió discursos para su marido, entre ellos la famosa oración fúnebre donde defendía apasionadamente la democracia. Todavía hoy, los escritores de los discursos presidenciales de Obama, y antes los de Kennedy, se han inspirado en los pensamientos que probablemente enhebró Aspasia. Sin embargo, ella no aparece en las historias de la política. Sus escritos se perdieron o se atribuyeron a otros.

Las democracias modernas se han atrevido a explorar los ángulos ciegos que los demócratas antiguos nunca afrontaron. Las sufragistas hicieron realidad la revolución que Hortensia solo había atisbado. El poder y la palabra, esos hermanos mellizos, se han abierto a muchas mujeres. Desde un extremo al otro del arco parlamentario, en las tribunas de todos los medios, se escucha la polifonía de sus palabras, con sus diversas sonoridades, tonos y matices. Han escalado por méritos propios a los puestos de gobierno, contando muchas veces con el apoyo de hombres audaces que han defendido su voz y su causa. En estos días, en el mismo corazón de nuestro imperio norteamericano, una mujer aspira a entrar en territorios vedados durante siglos: una vicepresidencia que podría convertirla, en el futuro, en comandante en jefe del ejército más poderoso. De piel oscura, hija de inmigrantes, simboliza la impalpable sensación de extranjería que aún experimentan las candidatas a dirigir cualquier país del mundo. Detrás de ese vértigo, hay siglos de historia y de aduanas rigurosamente vigiladas. Todavía en los años ochenta, el protagonista de la serie británica Sí, ministro sentenciaba irónicamente: “Tenemos derecho a elegir al mejor hombre para el cargo, al margen de su sexo”.

Pericles murió en el año 429 antes de Cristo víctima de una gravísima epidemia que azotó Atenas. Viuda, el rastro de Aspasia se perdió en el misterio. Dejó de influir. Volvió a ser una extranjera sin visado, expulsada de la esfera política por los vigías de la palabra. Casi cinco siglos más tarde, Plutarco transcribe una retahíla de insultos contra la subversiva primera dama ateniense tomados de textos de la época, donde es tachada de impúdica, concubina con cara de perra y carne de burdel, entre otras lindezas. No sabemos si fue realmente una hetaira, como afirman los autores antiguos, o ese término se usaba como bandera de burla para condenar a todas las mujeres libres que no se sometían al encierro impuesto.

Su historia, como la de Lala y Hortensia, pertenece a un tiempo desaparecido, pero nuestro mundo todavía oculta, tan lejos y tan cerca, territorios de exilio sonoro. No olvidemos —agradecidas— esa genealogía valiente y parlanchina que rompió cerrojos y horadó ventanas. No olvidemos —lenguaraces— continuar esa larga cadena, seguir arrebatando palabras al silencio, hablar allí donde aún es preciso rescatar de todos los confinamientos la voz de las mujeres.

Irene Vallejo es escritora. Es autora de El infinito en un junco (Siruela).

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