Bendita lluvia
Mientras aún recordamos la paletada borrachuza del festejo español de la Eurocopa, los franceses agitaron en una coctelera lo que consideran sus grandes valores: la cultura, el arte y su pensamiento político y social
La ceremonia inaugural de los Juegos Olímpicos en París se atrevió a romper con el clásico recurso de abarrotar el estadio de atletismo con las delegaciones de cada país tras los abanderados. Montaron el desfile por las agua del Sena. Seguro que algún cenizo se atrevería a comentar: ¿y si llueve? Pero cómo va a llover a finales de julio, le contestarían. Pero París es inigualable precisamente por eso, porque nada le resulta más familiar que un día lluvioso en julio. El resultado fue magnífico porque trabajar un audiovisual bajo el chaparrón, en la hora del ocaso y adentrándote en la noche requiere arrojo y altas capacidades. Cuando los objetivos de las cámaras se salpicaban de gotas de lluvia el efecto distorsionador sobre las luces era tan imprevisible que mejoraba con mucho a la idea barata y tosca de pinturas clásicas reproducidas y personajes icónicos saliendo de los cuadros. La verdad orgánica es siempre muchísimo más estimulante que cualquier derivación esteticista.
Fue una ceremonia tan larga que parecía ir a terminar con la clausura de los Juegos en lugar de con su inauguración. Se encadenaron tantas actuaciones que por momento uno pensaba que no quedaba un solo bailarín con carnet sin trabajar en el evento. Tanto duró, que cuando enfocaron finalmente al presidente Macron parecía ausente, pensando en sí mismo. El gran bromazo de su adelanto electoral hubiera culminado, de cumplirse las previsiones, con un gobierno de ultraderecha amparando una celebración pensada para dar relieve a la multirracialidad del país, la libertad sexual, la indefinición de género e incluso la falta de chauvinismo nacional en sus participantes. Es decir, la pesadilla de un francés reaccionario. Finalmente Macron aún no tiene Gobierno, pero si la organización convence, si frena la amenaza terrorista latente, el incesante esfuerzo de sabotaje ruso y la propia desunión del país serviría de oxígeno a dos políticos carbonizados, él y la alcaldesa socialista de París, Anne Hidalgo. Habrá que esperar para verlo.
Lo que ya puede contarse es que resulta emocionante ver a los franceses reconocer el orgullo de su lengua en lugares donde no ondea su bandera. Cederle a Céline Dion el homenaje a la chanson française, entregar a Lady Gaga la representación del cabaret de plumas, permitir a Aya Nakamura revisar el Formidable de Aznavour y guardarle un relevo de la antorcha a Rafa Nadal hablan de una manera de entenderse fantástica. Lo que siempre han representado, la apropiación de aquello que admiran, el albergue de todo talento. Pero algo fue aún más clarividente. Mientras aún recordamos la paletada borrachuza del festejo de la pasada Eurocopa por parte de las instituciones españolas y sus futbolistas, los franceses agitaron en una coctelera lo que consideran sus grandes valores. La cultura, el arte y su pensamiento político y social. Pueden presumir de ello, hacen bien en presumir de ello. La lluvia vino a salvar la notable cursilería propia de estas ceremonias, a embellecer los guiños horteras inevitables en el gusto dominante, a sumar humor al humor de Philippe Katerine y naufragio a la balsa donde un piano en llamas acompañaba el Imagine de Lennon. La lluvia añadió épica a los voluntarios con paraguas, a los bailarines sobre el suelo mojado, a operadores de cámara en lanchas motoras, a coros con chubasquero y partituras empapadas, a los relevistas renqueantes rumbo al pebetero flotante y al concierto de luces sobre la Torre Eiffel. Bendita lluvia.
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