El libro concebido como picota
Cierta literatura hoy en boga prefiere la indiscreción desatada, a menudo vengativa
Hallé en páginas de Annie Ernaux unas revelaciones negativas acerca de su padre, hombre de quien solo guardo las referencias aportadas por la escritora. Nada me induce a pensar que el testimonio de la galardonada con el premio Nobel de literatura no sea verídico. A mí la figura evocada me inspiró una rápida compasión. No vacilo en añadir a su arduo destino de ciudadano francés que vivió dos guerras mundiales con sus correspondientes posguerras, que conoció la penuria y trabajó en lo que pudo para sostener a la familia, la mala suerte de haber tenido una hija exitosa y culta que hace de las debilidades y defectos paternos (y maternos) materia de sus libros. No acaba de parecerme admirable la exposición al juicio público de un ser cercano. Pienso en Ernaux como en Philip Roth (Patrimonio) y en tantos otros. Lo tengo hablado con compañeros que cultivan similar literatura. “Somos muy dados”, me dijo uno, “a airear trapos sucios de gente de nuestro entorno sin su consentimiento y sin concederles derecho a réplica.” Claro, el escritor necesita temas, y un padre alcohólico y pegón y una madre fría y resentida suelen dar bastante juego. A uno, que tampoco le agrada el exceso de pudor, lo conmueven historias no exentas de afecto y gratitud, en las que, sobre un fondo noble, se narran peripecias de familia sin escatimar episodios dolorosos; pero ya vemos que cierta literatura hoy en boga prefiere la indiscreción desatada, a menudo vengativa. En Goslar, hermosa ciudad alemana a los pies del macizo del Harz, se conserva la picota a la que antiguamente eran atados los ajusticiados y los reos con el ludibrio de un cartel acusatorio. Cualquier viandante los podía injuriar y acometer. Me acuerdo de la picota de Goslar cuando alguien expone en un libro, en la radio o en la tele las miserias morales de sus allegados. Compruebo entonces que sacar a alguien a la vergüenza pública no es un hábito exclusivo del pasado.
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