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Columna
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Aquella España en que los trenes llegaban a su hora

Quienes cogemos el AVE como otros cogen el metro sabemos que Renfe declina hacia la cutrez con tanta lentitud como determinación

Pantallas informativas de la estación de Atocha de Madrid anunciando retrasos en los trenes.
Pantallas informativas de la estación de Atocha de Madrid anunciando retrasos en los trenes.Moeh Atitar de la Fuente
Sergio del Molino

Mussolini presumía de que el fascismo hizo que los trenes italianos fuesen puntuales. Aunque luego se demostró que era mentira, el mito echó raíces en los millones de viajeros muertos del asco en los vagones parados del neorrealismo, y persiste hoy. En este momento, en cualquier estación de Italia, hay un tipo cabreado que suspira y murmura: con Mussolini, los trenes llegaban a su hora. Como en la Italia fascista, pero de verdad.

No podemos decir lo mismo los españoles de Franco, pues la Renfe franquista funcionaba como el expreso pendular del norte de El milagro de P. Tinto, que pasa cada 25 años, más o menos. La impuntualidad de los trenes era la metonimia del desastre de España: un país averiado, inservible, un país que había que tirar y hacer de nuevo. Por eso Felipe González, tan sensible a los símbolos, hizo del Ave la letra capitular del cambio democrático. España era tan moderna que los trenes llegaban a su hora.

No es extraño, pues, que cuando los trenes empezaron a retrasarse casi a diario (o a “acumular retrasos”, como se dice en la jerga perifrástica renfera) cundiese una sensación de decadencia nacional. España fio su modernidad al chic ferroviario —mientras dejaba sin trenes a medio país, pero esa es otra historia—, y los que cogemos el Ave como otros cogen el metro sabemos que ya no queda nada de glamur: Renfe declina hacia la cutrez con tanta lentitud como determinación. Los renfecitos son el último chiste de una comedia que no le hace gracia a nadie.

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El ministro del ramo le echa la culpa a la pérfida competencia de Ouigo e Iryo, que hacen de su capa un sayo. Me he apuntado el argumento por si alguna vez entrego esta columna fuera de plazo y con faltas de ortografía: “Es que, con tanto columnista en El Mundo y el Abc —diré a los jefes de opinión de este diario—, no hay forma de escribir bien ni de llegar a tiempo”. Y les daré unos puntos, que llamaré molinillos, para canjear en próximas columnas.

Hace poco volví de Vigo en un Avlo que estuvo una hora parado sin aire en mitad de la solana castellana. Las máquinas de comida no funcionaban y los baños apestaban. Antes eso era una anécdota rara. Hoy es casi costumbre. Lo único que funcionaba en el tren era el menú de idiomas de las pantallas de información (que tampoco informaban de nada). Porque Renfe podrá despreciar a sus viajeros, pero lo hace en todas las lenguas oficiales de España y en inglés. Para que te sientas como en casa aunque no te lleven a casa.

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Sobre la firma

Sergio del Molino
Es autor de los ensayos La España vacía y Contra la España vacía. Ha ganado los premios Ojo Crítico y Tigre Juan por La hora violeta (2013) y el Espasa por Lugares fuera de sitio (2018). Entre sus novelas destacan Un tal González (2022), La piel (2020) o Lo que a nadie le importa (2014). Su último libro es Los alemanes (Premio Alfaguara 2024).
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