Miguel Ríos
El cantante ha sabido cumplir 80 años sin hacerse viejo sobre un escenario
Escribo esta columna con 10 días de retraso, pero no creo que haya envejecido lo que quiero decir. Las cosas del tiempo pueden someterse al vértigo de los instantes, a las horas de usar y tirar. Pero también permiten una convivencia más sosegada, un diálogo con nosotros mismos que no someta la palabra actualidad al divorcio tajante entre el ayer y el mañana. El chichimpún de la prisa no puede borrar la educación sentimental que vive en nosotros como un suelo antideslizante. Mientras Miguel Ríos celebraba en Granada su 80º cumpleaños, recordé una anécdota que él mismo me contó cuando preparábamos juntos un disco para celebrar que cumplía 60. Su madre pidió un día que la llevara a un concierto de Antonio Machín, artista al que ella admiraba mucho. Aplaudió, pudo saludarlo, fue feliz con los amores difíciles de los boleros y los angelitos negros, pero algo le dolió, porque al salir del teatro hizo un ruego a su hijo: “Miguel, tú no te hagas viejo en un escenario”.
No es una mala perspectiva para valorar las cosas importantes de la vida, nuestra cultura, nuestra política, nuestra existencia cotidiana. Los vértigos de la prisa cortan los diálogos generacionales y los monólogos interiores al definirnos como viejos gruñones o jóvenes adánicos dispuestos a inventar un mundo nuevo cada día. Los cascarrabias están convencidos de que los jóvenes carecen de todo valor y que mañana desaparecerán, aunque hoy vendan por las redes nerviosas miles de entradas para sus conciertos. Los adánicos cifran sus búsquedas en el señorío de los cinco minutos, reyes del impacto y la inmediatez, sin hacerle caso a los consejos de una madre.
La tranquilidad es un buen modo de sentir las urgencias. Miguel Ríos ha sabido cumplir 80 años sin hacerse viejo en un escenario. Nos da la bienvenida a una identidad abierta que no confunde el ritmo con las prisas y no convierte nuestra alegría en un entretenimiento barato.
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