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Tribuna
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Úteros como telarañas rojas

Es crucial denunciar la desatención médica que sufren las pacientes de endometriosis, así como la falta de recursos destinados a su investigación

Operación de retirada de un quiste en el ovario de una mujer con endometriosis en un hospital en Niza (Francia).
Operación de retirada de un quiste en el ovario de una mujer con endometriosis en un hospital en Niza (Francia).BSIP (Universal Images Group / Getty)
Amanda Mauri

La historia de Julia Serrano, paciente de endometriosis severa, puede resumirse así: veintinueve años hasta tener un diagnóstico, dolores que la tumbaban, literalmente, estuviera donde estuviera, y una operación de la que salió con una bolsa para las heces y un sondaje vesical. Cuenta, en un reportaje de Eleonora Giovio en este diario, que el principal obstáculo en su tortuoso camino hacia el diagnóstico fue este: sus palabras se convertían en polvo. En cenizas. En semillas de diente de león. Es decir, se las llevaba el viento.

Ella no lo dice así, no emplea estos términos. El polvo, la ceniza y el diente de león son trampas, intentos de poner distancia literaria a un tema del que me cuesta escribir, precisamente, por la falta de espacio que me separa de él. Por suerte, están sus voces, las de tantas que, como Serrano, relatan sus experiencias y sus dolores y abren un boquete de luz donde antes solo había silencio y angustia. Años de ella, de angustia, digo. Entre ocho y diez, según la media. Este es el tiempo que tarda en diagnosticarse la endometriosis en la mayoría de los casos, aunque a veces sean más, quince, veinte, treinta.

Los testimonios de las pacientes de endometriosis siguen patrones similares y resultan fácilmente reconocibles para quien sufre esta enfermedad. Dolores incapacitantes que se repiten, visitas mensuales a urgencias, a veces cada dos o tres semanas, episodios fulminantes que sumen al cuerpo en un estado bipolar, de alternación agotadora entre dos extremos: el éxtasis del dolor y el letargo de su resaca.

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El problema de los dolores intensos, más aún cuando se cronifican o se producen con frecuencia, con la suficiente frecuencia como para que quien los padece aprenda a esperarlos, e inconscientemente amolde su mundo a ellos, es que su impacto no se limita al tiempo en que están activos. Cuando se retiran, el carácter de la enferma o enfermo sigue alterado. La tensión y la incertidumbre se filtran en su ánimo, en su imaginación, en su percepción del tiempo y de la vida que (ya no) vendrá. El cuerpo pierde de vista sus fronteras, su posición en el mundo. Se reorienta hacia el dolor y lo convierte en su presente, su pasado y su futuro.

No es que el cuerpo tenga dolor, es que el dolor se come al cuerpo, el cuerpo es todo dolor.

“Es normal”, le repetían los médicos a Serrano año tras año, “la regla duele”. Probablemente, también escuchó: “Deberías plantearte ir al psicólogo, puede que sea ansiedad”, o “no sabemos lo que te pasa, pero si fuera grave ya lo habríamos encontrado”.

Vivir con un dolor para el que no se hallan palabras, un dolor que no encuentra quien lo traduzca, quien lo entienda ni comparta, implica aceptar una cierta suspensión del lenguaje. Aceptar, esto es, que el cuerpo carga con algo excesivo, algo que supera y desborda los límites de la comprensión y del habla. Antes de conseguir su diagnóstico, la paciente —todavía no reconocida como tal— se ve engullida por la nada, presa del vacío nominal que supone sufrir un dolor sin nombre, sin imágenes, sin contornos y, por ende, inabordable e inaprehensible.

La artista Chiharu Shiota ha dedicado su carrera a reflexionar sobre la enfermedad y la muerte. Algunas de sus piezas pueden verse en la Fundació Tàpies en Barcelona hasta finales de mes. Cuando me adentro en la instalación, marañas de hilos rojos laboriosamente entretejidas que cubren las salas donde se exponen y penden del techo, llenando el espacio y apresándolo, como una telaraña convertida en universo, pienso en la relación entre el dolor y el lenguaje. O entre el dolor y el silencio. Después de sufrir un cáncer de ovarios del que casi no sobrevive, Shiota volvió a pintar. Llevaba diez años sin hacerlo. Ya no le interesaba la técnica, sino el diálogo con sus sentimientos: quería que el cuerpo hablara mediante trazos libres e intuitivos. Sus telarañas rojas tienen algo de esa voluntad expresiva: llenan el vacío y siembran de significado —ambiguo y metafórico, pero elocuente— un espacio que parecía no significar nada.

La pieza Out of my body muestra los pies de la artista fundidos en bronce. Sobre ellos cuelgan unas redes rojas en forma de embudo que se ensancha hacia el techo. Tienen un aspecto orgánico, anatómico, como venas y arterias, o, más bien, como un útero deformado y excesivo, con dos ovarios que orbitan a su alrededor. El cuerpo de Shiota se desparrama y explota, pero mantiene un centro de gravedad —sus pies— que lo ancla al suelo.

Los testimonios de mujeres como Julieta Serrano y las obras de Chiharu Shiota cumplen una misma función: llenan el silencio. Es crucial denunciar la desatención médica que sufren las pacientes de endometriosis, así como la falta de recursos destinados a su investigación. Pero también es necesario, en un sentido algo más personal, pero no menos político, preguntarnos por el dolor. Por las marcas que el dolor deja en nuestro cuerpo y en nuestra conciencia. Para convivir con él, debemos llevar a cabo una especie de duelo: despedirnos de nuestra identidad sana, intacta, inmune, y aceptar los fragmentos que quedan. Con ellos habremos de componer nuestro ser. Y, quizás, buscar nuevos centros de gravedad.

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