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columna
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Nosotros los introvertidos

La gente me gusta y me agota. El agotamiento es exponencial. Me gustan las multitudes cuando están hechas de extraños

'El Pensador', de Rodin, en los jardines del museo en Filadelfia (EE UU).
'El Pensador', de Rodin, en los jardines del museo en Filadelfia (EE UU).www.rodinmuseum.org
Marta Peirano

Nadie que me acabe de conocer sabe que soy introvertida, porque no soy tímida. Me encanta conocer gente nueva, me da una gran curiosidad. Yo misma no entendí la diferencia hasta que leí un perfil de David Remnick donde comparaba a Al Gore con Bill Clinton. Se titula The wilderness campaign. Decía: “La diferencia clásica entre un introvertido y un extrovertido es que, si envías a un introvertido a una recepción o evento con otras cien personas, saldrá con menos energía de la que tenía al entrar; mientras que un extrovertido saldrá energizado, con más energía de la que tenía al entrar”. Eso es exactamente lo que me ocurre a mí, aunque haya sido una noche mágica. Empiezo a entender por qué.

Hay abundante literatura científica sobre el tema. Por ejemplo, los neurólogos dicen que los introvertidos hacemos una gestión diferente de la dopamina. Que tenemos un nivel basal más alto de excitación cortical y nos sobreestimulamos fácilmente; mientras que los extrovertidos lo tienen más bajo, y por eso requieren más estimulación externa. También dicen que gastamos más energía durante las interacciones sociales porque procesamos la información de manera más profunda y minuciosa. Que prestamos demasiada atención. Por eso preferimos las conversaciones cara a cara a las pandillas y las cenas a las fiestas. Hablar con más de una persona al mismo tiempo desborda nuestra capacidad. Algunas de estas experiencias coinciden con la mía, pero no me convence la explicación. Yo no creo que prestar atención sea lo que nos desgasta o llena de energía. Sé que lo importante es la atención de los demás.

La gente me gusta y me agota. El agotamiento es exponencial. Un chiste recurrente entre mis mejores amigos es que desaparezco cuando hay más de cinco personas en la habitación. Pero me gustan las multitudes, cuando están hechas de extraños. Nada me desintegra tanto como una inauguración llena de conocidos que no son mis amigos, pero me gusta ir sola a bailar en clubs, vivir ciudades donde aún no conozco a nadie. Me gusta estar acompañada en mi alegre soledad.

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Puedo estar sola durante días sin darme cuenta y sin hablar con nadie, pero solo si se puede decir que leer es no hablar con nadie. Yo creo que leer, ver películas y escuchar música es conversar con otros pero sin llamar su atención. Me gusta estar rodeada de personas que no me miran y disfrutar de su compañía sin que me pongan los ojos encima. Por eso siempre me han atraído los narcisistas. Nos permiten vivir en el centro sin ser el objeto central.

Tenemos una relación patológica con la atención de los demás. Unos la necesitan para saber que existen; otros tratamos de esquivarla para vivir en paz. Todo tiene un precio. “Una cosa sobre Gore personalmente es que es un introvertido —dice un exasesor en el perfil de Remnick—. La política fue una elección de carrera horrible para él. Tendría que haber sido profesor universitario, científico o ingeniero. Habría sido más feliz.”. Preferimos escribir libros, columnas o críticas de cine. Hacer películas, canciones, cocinar, pintar. Estudiar minerales y convivir con perros, gatos, niños o mapaches. Estar en el mundo sin el agotador ejercicio de figurar en él. Pero a veces coincidimos más de cinco introvertidos en una cena y nos volvemos de pronto extrovertidos. Entonces somos esa extraña quimera: un introvertido social.

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