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columna
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Nuestro Papa

Que un anciano haga un comentario poco afortunado es lógico, propio de su edad. No puede convertirse en motivo para desacreditar la verdadera significación de su historia

Pope Francis presides over the First Vespers and Te Deum,
El papa Francisco, durante las festividades de fin de año en la basílica de San Pedro.Andrew Medichini (AP)

Aunque soy tan charlatán como cualquier mujer y a veces mariconeo más que mis amigos homosexuales, quiero confesar aquí la simpatía incondicional que siento por el papa Francisco. Claro que esta admiración tiene que ver con la labor que ha hecho para humanizar su Iglesia. El Vaticano es hoy un punto de solidaridad con los necesitados del mundo, más que un aliado de los perros internacionales de presa que desatan guerras y justifican autoritarismos o desigualdades. Este cambio en la espiritualidad del Vaticano, desde luego, lo agradezco. Pero también pesa mucho en mí el amor que siento por mis mayores, el gusto comprensivo con el que suelo escucharlos. De las historias inolvidables que saltaban desde la butaca de mi abuela, pasé a las conversaciones con los antiguos poetas republicanos y a los recuerdos compartidos con hombres y mujeres que habían soportado en clandestinidad la lucha contra la dictadura franquista. Vivir es hacerse poco a poco, y yo me he hecho a mí mismo gracias al deseo de escuchar a mis mayores y de saber distinguir entre el grano y la paja.

Que una persona de muchos años haga un comentario poco afortunado es lógico, propio de su edad. No puede convertirse en un motivo para desacreditar la verdadera significación de su historia. Las frases desafortunadas sirven incluso para destapar un problema. Algunos comentarios fuera de tono de los viejos militantes me sirvieron, más que para enfadarme, para distinguir la falsedad de ciertos jóvenes que confundían, bajo un dogmatismo políticamente correcto, sus idearios con una peligrosa soberbia. Quizá algunos católicos puedan comprender ahora que no es bueno disfrazar una respetable condición homosexual con una mentirosa sonrisa de seminarista.

Un papa puede influir en política, pero no es un político. A la vejez del papa Francisco le perdono cosas que no puedo perdonarle a Felipe González cuando actúa como un viejo lobista.

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