Palestina: reconocimiento efectivo, reconocimiento simbólico
No asistimos a un gesto vacuo, ya que los dos millones de seres humanos atrapados en Gaza lo son a consecuencia de la partición territorial del Mandato Británico
A la vista de la muerte y la destrucción que el ejército israelí está provocando en Gaza, el reconocimiento del Estado palestino por parte de España, Irlanda y Noruega ha sido interpretado como simbólico. La realidad, por supuesto, es que ninguna decisión política, jurídica o diplomática que se pueda adoptar en relación con una represalia militar como la que Israel está llevando a cabo contra Gaza por la matanza y los secuestros perpetrados por Hamás el pasado 7 de octubre alterará la realidad sobre el terreno, que no tiene parangón desde la destrucción de Grozni, Coventry o Gernika. Al menos, no lo hará mientras el Gobierno de Benjamín Netanyahu siga considerando que la muerte de decenas de miles de civiles palestinos es una consecuencia irrelevante —un “trágico accidente”— de las acciones de su ejército, y que cualquier denuncia de sus ataques deliberados contra hospitales, escuelas, viviendas, campos de refugiados, depósitos de alimentos, agua y combustible es una manifestación de antisemitismo. Porque, ¿hasta cuándo va a seguir Israel acusando de antisemitismo al mundo entero? ¿Hasta que el mundo entero se resigne a guardar silencio ante la guerra total que su Gobierno libra contra Gaza?
El bombardeo de Dresde sigue perturbando la conciencia de los historiadores porque un 20% de la ciudad fue destruido por los aliados, aunque no constituía un objetivo militar; en Gaza, por comparación, la destrucción alcanza al 80% de sus infraestructuras civiles y viviendas, de las que no ha quedado piedra sobre piedra. Y al igual que Dresde, Hiroshima sigue siendo para los historiadores un dilema ético, un episodio de guerra total semejante al que está librando Israel contra un exiguo territorio con más de un millón de refugiados y otro de habitantes. La potencia destructiva de los misiles arrojados sobre Gaza equivale a la de dos bombas nucleares como las que arrasaron Hiroshima. Con el agravante de que los dos millones de seres humanos atrapados en Gaza lo son a consecuencia de la partición del Mandato Británico sobre Palestina en 1948, en la que el 7% de la población, la mayoría pioneros llegados a Palestina para realizar la utopía sionista, recibieron más de la mitad del territorio, mientras que la población nativa debía conformarse con la otra mitad.
Es esta trágica historia de desposesión lo que coloca en primer plano el reconocimiento del Estado palestino, desbordando su carácter supuestamente simbólico. La irritación del Gobierno de Israel contra España, Irlanda y Noruega se explica porque ve en el reconocimiento no un gesto vacuo, sino un inapelable desmentido al vaticinio de Ben Gurión tras la destrucción planificada de las aldeas palestinas en 1948. Israel acabaría por consolidar la adquisición de territorios por la fuerza porque, decía Ben Gurión, los viejos expulsados de sus aldeas morirían y los jóvenes acabarían por olvidar. Los viejos han muerto y muchos de los jóvenes también, pero el reconocimiento del Estado palestino por parte de una mayoría de Naciones Unidas, a la que ahora se han sumado España, Irlanda y Noruega, demuestra que las responsabilidades por los excesos presuntamente criminales de Israel contra civiles amparados por las leyes humanitarias y de la guerra no se solventan en términos de olvido o memoria individual, sino de legalidad internacional, que también ampara a los civiles israelíes víctimas de Hamás y que tendrá que determinar si en Gaza se está perpetrando un genocidio. España es desde este jueves uno de los países que reclama un pronunciamiento de la justicia internacional a estos efectos.
Y es precisamente en este punto de la legalidad o ilegalidad internacional donde el reconocimiento del Estado palestino adquiere una segunda dimensión que vuelve a desbordar la estrictamente simbólica. La Resolución 242, aprobada por el Consejo de Seguridad tras la Guerra de los Seis Días, establecía el principio de paz por territorios, en el que se han inspirado las principales iniciativas de paz desde hace más de medio siglo, siempre fracasadas. Algunos gobiernos están apelando de nuevo a la Resolución 242 para sostener que, aunque respaldan la solución de los dos Estados, el Estado palestino debe ser resultado de la negociación con Israel. Los problemas que suscitó en su día la Resolución 242, y que ahora parecen obviar de nuevo los partidarios de que el reconocimiento de Palestina se vincule a una paz sin perspectivas, tienen que ver con la asimetría con la que trata a ambas partes: ¿por qué nosotros, piensan los palestinos, debemos negociar con los israelíes el derecho a la autodeterminación que nos concedió en 1948 la Resolución 181, la misma con la que los israelíes crearon su Estado sin contar con los palestinos?
Pero más allá de la asimetría de fondo, la Resolución 242 presenta al menos tres lagunas esenciales, de las que Israel ha extraído desde 1967 cuantas ventajas legítimas e ilegítimas ha sido capaz. La primera laguna estaba relacionada con las diferencias entre las versiones inglesa y francesa de la Resolución. Para la versión francesa, los territorios que Israel debía devolver a cambio de paz eran todos los ocupados en 1967, mientras que para la otra versión, la versión inglesa, podían ser solo algunos territorios. Esta última es la interpretación que hoy prevalece, violentando el derecho de los palestinos. La segunda laguna de la Resolución 242 se refería a los sujetos del intercambio: puesto que Jordania había ocupado Cisjordania y Jerusalén Este desde 1949 hasta 1967, Israel pretendía entenderse con Jordania, obviando a los palestinos, y lo mismo con Egipto con respecto a Gaza. Fue la Conferencia de Madrid la que, a partir de una propuesta española poco estudiada, permitió solventar este punto a través de la celebración de unas elecciones en los territorios ocupados para elegir, no un gobierno provisional palestino, sino una delegación palestina democráticamente legitimada para abordar la negociación del estatus final de los territorios ocupados. En aquella ocasión, fue Yasir Arafat quien, temeroso de perder el liderazgo, cayó en la trampa de aceptar la propuesta envenenada con la que lo tentó Israel por fuera de la mesa de Madrid y Oslo: Israel reconocería a la OLP, no a Palestina, a cambio de que la OLP de Arafat reconociera a Israel. La delegación elegida para negociar el estatus final de los territorios se vio marginada así, por personalismo y torpeza de Arafat, por una improvisada Autoridad Palestina, un gobierno sin Estado ni territorio que gobernar, e instalado en mitad de un laberinto de zonas controladas y semicontroladas por el ejército israelí que, además de convertir en un infierno de checkpoints y patrullas militares la vida de los palestinos, descompuso la negociación del estatus final en un inventario infinito de irresolubles detalles de hecho que impidiese alcanzar nunca el núcleo político.
La última laguna de la Resolución 242 era la más grave, puesto que ha sido sistemáticamente obviada. Al establecer el principio de paz por territorios, la Resolución 242 derogaba uno de los fundamentos esenciales del orden jurídico desde 1945 —la prohibición de adquirir territorios por la fuerza—, estableciendo una excepción implícita para Israel. Con la Resolución 242 en la mano, Israel podía adquirir territorios por la fuerza si servían de moneda de cambio en unas eventuales negociaciones de paz. Esta es la razón por la que Israel insiste en que los palestinos no quieren negociar, porque de esta manera, y a través de la constante colonización de Gaza, Cisjordania y Jerusalén Este, sus líderes pueden seguir confiando en que alguna vez se cumpla el vaticinio de Ben Gurión, responsabilizando, además, a la otra parte. Frente a esta estrategia mantenida desde 1967 por todos los Gobiernos de Israel, sin importar el color, el reconocimiento del Estado palestino es mucho más que un símbolo; es un recordatorio de que ni siquiera la destrucción de Gaza impedirá que Israel se tenga que enfrentar, más temprano que tarde, a la pregunta de qué quiere hacer con la población cuyo territorio ocupa ilegalmente, y que sus colonias van anexionando poco a poco.
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