La literatura como antídoto contra la depresión
La poesía y, en general, las bibliotecas deben ser las nuevas farmacias del espíritu
Siempre se había dicho, lo recalcaban sociólogos y psicólogos, que Brasil por su rica mezcla de culturas, religiones y por su proverbial necesidad de comunicación podía convertirse en un laboratorio para estudiar las pulsiones más profundas y genuinas del alma.
Que quizás esos analistas del cuerpo y del alma llevaban razón lo está demostrando el hecho de que la medicina brasileña, desde lo experimental al análisis científico, esté empezando a dar importancia a la cultura, concretamente a la poesía, a la literatura y a la lectura, como un remedio contra la depresión, una de las grandes preocupaciones de la medicina.
Ha hecho bien la prensa brasileña en recoger la obra del español Manuel Casado Velarde, de la Universidad de Navarra, sobre literatura y psicoterapia, permeada por la idea de que el ser humano no puede vivir en un mundo sin ilusiones, sin narrativas que ofrezcan consuelo, como religión, rituales, conexión con el cosmos y la naturaleza. Analizando hoy los grandes genios de la literatura universal, se está descubriendo la fuerza terapéutica que siempre tuvieron la literatura y concretamente la poesía.
Parece cada vez más claro en el crecimiento de las llamadas “enfermedades del alma” la importancia de la fuerza de la cultura y el arte. El filósofo alemán Martin Heidegger refleja el potencial curativo de la poesía capaz de conectar con todo el cosmos, ya que, según él, la razón pura no basta. El ser humano necesita para su equilibrio mental de las emociones que crea el arte. Y Novalis, el poeta alemán, afirma que “la poesía cura las heridas que crea la razón”.
Cuando hoy se habla de poesía no nos referimos solo a algo lúdico, puramente lírico, casi un juego de metáforas. Se trata de algo más profundo. Poesía no es solo música, alegría. Ni siquiera es música. Cada vez se va descubriendo que la poesía, como la buena literatura en general, es capaz de penetrar los rincones más oscuros del interior del alma y de actuar en la medicina como ciencia.
Hoy estamos descubriendo que desde Homero, Platón o Aristóteles los grandes filósofos de la antigüedad no eran solo escritores. Eran también poetas capaces de sacudir las almas. Todos los grandes escritores del pasado, empezando por los clásicos rusos y alemanes que se forjaron bajo el rugir de las guerras y de las ideologías más perversas, en realidad fueron los poetas del infierno, de la angustia y al mismo tiempo de la esperanza de que seguirían apareciendo de nuevo los arcoíris de la esperanza.
Hoy se puede escribir sin que nadie se escandalice que la literatura, y concretamente la poesía, son una nueva terapia porque “todos estamos heridos y es el poeta el que consigue indicar dónde está la herida”. Lo más importante es que hasta la medicina tradicional, incluso la más racional, se está rindiendo ante la fuerza que empiezan a tener el arte, la poesía, los “baños” de naturaleza, los sueños a ojos abiertos.
El hombre nuevo que surge de la inteligencia artificial lo quiera o no, cuando se vaya purificando de la irracionalidad que lo inunda, tendrá que volver para sosegar los demonios del alma que afligen a jóvenes y ancianos.
Ese descubrimiento de la poesía como cura haya motivado la reacción positiva que está creando en Brasil el drama sufrido por la poeta Roseana Murray, víctima de un ataque de tres perros pitbull que destrozaron su cuerpo y la mutilaron para siempre, arrancándole el brazo derecho.
Es posible que la visibilidad mediática dada al hecho por todos los grandes medios de prensa, radio y televisión, que ha creado una corriente nacional de solidaridad, se haya debido a que, al descubrir la escritora en el hospital su estado físico real, en vez de desesperarse, haya reaccionado con el grito: “Lucharé como una poeta”. Y al saber que había perdido el brazo con el que había alimentado ya a tres generaciones de niños con sus más de cien publicaciones de poesías anunció que aprendería a escribir con la mano izquierda. Y que su primera creación sería un cuento en el que su brazo invisible llegará mágicamente para curar a todos los niños que sufren algún trauma hoy en su cuerpo o en su alma. Y puedo confirmar que ya ha empezado a escribirlo.
De los mensajes de solidaridad que la escritora recibe —cientos cada día— mientras lucha para curarse en el hospital de sus heridas, queda claro lo que hoy empieza a descubrir: la poesía, la literatura, la lectura, las bibliotecas, deberían ser las nuevas farmacias del espíritu. Farmacias capaces de curar las heridas que la pura razón, la fría ciencia sin emociones, sin amistades verdaderas, sin contacto con la naturaleza, borrachos de cemento, y sobre todo sin sentimientos y sin la alegría de que la vida, incluso con sus dramas inevitables, merece la pena ser vivida. ¿Su antítesis? El egoísmo, la ganancia a cualquier costo, el desprecio por el sufrimiento ajeno, o la exaltación del éxito puramente material.
La constatación de que la poesía, cuyas metáforas más profundas a veces los niños entienden mejor que los adultos, es en realidad un descubrimiento de una nueva inteligencia no artificial sino profundamente humana.
En uno de los poemas de Roseana Murray se habla de “sembrar en su jardín árboles y sombras”. En uno de sus encuentros con los niños de las escuelas más pobres preguntó un día si ellos sabrían “plantar una sombra”. Y sin inmutarse respondieron que sí, que era fácil. Los difíciles, los incrédulos, los incapaces de sopesar la fuerza de una metáfora somos tantas veces los adultos. ¿Cómo extrañarse si no del aumento que tanto preocupa hoy a la medicina del crecimiento de las enfermedades del cerebro?
Suscríbase aquí a la newsletter de EL PAÍS América y reciba todas las claves informativas de la actualidad de la región
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.