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Tiempos para el peligroso pacifismo

Como ha sucedido otras veces a lo largo de la historia, hoy es preciso un liderazgo fuerte que cuestione seguir alimentando el ciclo de la guerra y busque alternativas

Tribuna Muñoz-Rojas 17/04/24
EULOGIA MERLÉ
Olivia Muñoz-Rojas

El exdiplomático estadounidense Philip Marshall Brown se quejaba en 1915 en la prestigiosa revista The North American Review de que su país estaba siendo “bombardeado por panfletos, discursos, sermones y artículos en la prensa que tratan de demostrar que la presente guerra es el resultado del militarismo”. Brown quería denunciar los peligros del pacifismo, esencialmente su ingenuidad y falta de realismo a la hora de analizar las razones de la Gran Guerra, predicar el internacionalismo y oponerse a la intervención de Estados Unidos en ella. A juzgar por la suerte de algunos de sus coetáneos que terminaron en la cárcel por defender la paz, el pacifismo genera algo más que incomodidad en tiempos de guerra, percibiéndose como un peligro por parte de los gobiernos. La historia se repitió durante la II Guerra Mundial, la guerra de Vietnam y otros conflictos más recientes y de nuevo hoy, en una Europa que varios líderes políticos definen como “prebélica”, merced al expansionismo ruso y las reverberaciones del conflicto en Oriente Próximo. Quienes plantean la necesidad de encontrar una solución diplomática al conflicto entre Rusia y Ucrania ya no son calificados solamente de ingenuos, sino de estar a favor del enemigo, en este caso el Gobierno ruso. De un modo similar, en muchos países quienes se han manifestado por la paz en Gaza han sido percibidos como cómplices del terrorismo de Hamás.

Un somero repaso a la historia contemporánea del pacifismo muestra cómo la efervescencia pacifista que vivieron Europa y Estados Unidos en la segunda mitad del siglo XIX y principios del siglo XX fue sustituida por la “glorificación” de la guerra, “sola higiene del mundo”, que declaraba la vanguardia futurista en la década de los 1910, en los albores de la Primera Guerra Mundial. Los esfuerzos de las numerosas sociedades y periódicos pacifistas fundados en las décadas anteriores por librepensadores y hombres de negocios, motivados por el hartazgo tras las guerras napoleónicas, la de Crimea, la guerra civil norteamericana y otros conflictos, sirvieron de poco. La intensa labor de personalidades como la austríaca Bertha von Suttner tampoco logró detener la enésima deriva belicista que iniciaron las potencias europeas. Von Suttner, activista pacifista y autora de la influyente novela ¡Abajo las armas!, se cruzó con el inventor sueco Alfred Nobel en París, iniciando con él una correspondencia que muy probablemente le animó a legar una parte de su patrimonio a premiar anualmente la labor pacifista. Las llamadas a los trabajadores a abrazar la causa internacionalista y no alinearse con los proyectos imperialistas de sus respectivos gobiernos nacionales fracasaron. El pacifismo, muy asociado a la causa obrera y el feminismo, pasó a ser perseguido por los gobiernos. Sirva de ejemplo la popular anarquista y feminista estadounidense Emma Goldman, que fue enviada a prisión por conspirar contra el servicio militar obligatorio en 1917 en su país. O la militante feminista y pacifista francesa Hélène Brion, encarcelada ese mismo año por distribuir “propaganda derrotista” en el suyo.

Por otra parte, el mismo año en que Marshall Brown firmaba su artículo y decenas de miles de jóvenes se desangraban en las trincheras europeas, Mohandas Karamchand Gandhi regresaba a la India junto a su esposa, Kasturba Makhanji, tras una larga estancia en Sudáfrica. Allí emprendería la mayor campaña de resistencia pacífica de la historia moderna y contemporánea. Paso a paso, a lo largo de tres décadas y sin utilizar la violencia, condujo a la nación asiática hacia la independencia del Imperio británico. Inspirado en el primer cristianismo que conoció a través de los escritos de autores pacifistas como el ruso Léon Tolstói, pero igualmente en el concepto hindú de ahimsa o no violencia y respeto a la vida, supo convencer a millones de indios para poner en práctica los principios de lo que denominó satyagraha o ‘fuerza de la verdad’. Bajo la premisa de que la enemistad termina desvaneciéndose ante la justicia y la no violencia, el movimiento implementó un conjunto de acciones de desobediencia civil: desde la negativa a acatar el monopolio de las autoridades británicas sobre la sal, recogiendo sal ilegalmente, hasta el boicot de los textiles importados de la metrópolis, tejiendo sus propias telas.

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La victoria de Gandhi y su movimiento sobre la ocupación británica suele considerarse una victoria del pacifismo. Durante décadas, esta proeza, con todas sus posibles sombras, sirvió de ejemplo a otras naciones oprimidas e inspiró a otros líderes emancipadores del siglo XX como Martin Luther King Jr., Thích Nhất Hạnh o Nelson Mandela. Teniendo en cuenta el resurgir del nacionalismo y el belicismo que experimentamos, no sólo en Europa, sino en otras regiones del mundo, no debe sorprender que el actual Gobierno indio trate de restar protagonismo a Gandhi para dárselo a figuras como Subhas Chandra Bose. Fundador del Ejército Nacional Indio, Bose solicitó la ayuda de las potencias del Eje para liberar a la India por la vía militar, aunque no logró materializar esta intervención.

Desde determinada perspectiva nacionalista, y todavía más en un contexto prebélico o bélico, el pacifismo poco tiene de noble o loable y se asocia más bien a la cobardía y la traición a la patria. Así lo vivió también el monje vietnamita Thích Nhất Hạnh, fundador del budismo comprometido, que ejerció su activismo pacifista durante la guerra de Vietnam. La negativa de Nhất Hạnh a tomar partido por uno u otro bando mientras realizaba labores humanitarias en ambos, le valió la condena tanto del régimen pro-estadounidense de Vietnam del Sur como de los comunistas del Norte, obligándolo eventualmente a refugiarse en Francia. En Sintiendo la paz, escribe: “Debe haber personas que puedan relacionarse con ambas partes, comprender el sufrimiento de cada una, y contarle a cada parte sobre la otra [… y así] ayudar a promover el entendimiento, la meditación y la reconciliación entre naciones en conflicto”.

El reverendo y activista Martin Luther King Jr., a quien Nhất Hạnh dirigió una carta conminándole a denunciar abiertamente la guerra en Vietnam, vio su popularidad seriamente mermada cuando expresó su condena de la intervención estadounidense en su famoso discurso en la iglesia Riverside de Nueva York en 1967. Diarios como The New York Times y The Washington Post, que lo habían apoyado hasta ese momento en su lucha por los derechos civiles de la población afroamericana, lo criticaron por ligar dos causas presuntamente distintas: los derechos civiles y la guerra en Vietnam. Para King, el racismo, el militarismo y la pobreza se habían convertido en parte del problema. Al igual que Gandhi, que murió asesinado a manos de un nacionalista hindú en 1948, King pagó con su vida por sus ideales pacifistas y universalistas. Su asesino confeso, James Earl Ray, un exconvicto supremacista blanco, reivindicó posteriormente su inocencia, dando lugar a todo tipo de especulaciones sobre la implicación del gobierno de Estados Unidos en el magnicidio. Una controversia similar a la que sigue generando el asesinato del pacifista y primer ministro sueco Olof Palme en 1986, a pesar de su resolución formal.

Buscar la paz es una actividad tan arriesgada como indispensable. Urge en estos momentos un liderazgo pacifista fuerte que cuestione la necesidad de seguir alimentando el interminable ciclo de la guerra y evoque, por lo menos, la posibilidad de encontrar otros cauces para resolver el conflicto entre Rusia y Ucrania y el que atenaza a Oriente Próximo.

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