Apología del manguito
Los funcionarios resultan casi más incómodos para los políticos que la prensa y suelen ver con estoicismo la megalomanía con que a menudo el cargo político se acerca a la Administración
Si yo pudiera mangonear en las agujas del reloj, me iría al siglo XVI y perseguiría los movimientos de Diego Hurtado de Mendoza (1503-1575), un personajazo que no cabe en ninguna de esas tipologías con las que hoy queremos entender la historia. Hurtado era aristócrata y poeta; estuvo al servicio de Carlos V en el despliegue de su política imperial y al final de su vida trabajó para Felipe II.
La virtud y la política no siempre se avienen bien, y la biografía de Hurtado de Mendoza lo muestra: fue desleal a veces y, por sus posesiones librescas, sabemos que quizá fuera el primer lector español de Maquiavelo. No lo consagraré como un embajador de buena voluntad avant la lettre pero hay que reconocerle su sagacidad: nuestro Hurtado venía de una familia vinculada a Granada, sabía árabe y barruntaba que ese viejo reino, recién incorporado entonces a la corona de Castilla, necesitaba una administración distinta. Hurtado defendió en Trento que el bautismo no debía imponerse en los nuevos territorios y en la corte sostenía que los preceptos que se aplicaban de forma general no funcionaban bien en toda España. La singularidad de Granada, recordada hoy en el entado de nuestro escudo, no era solo la de haber sido una joya codiciada por los reyes cristianos. En Granada, como en buena parte del Levante y de Aragón, seguían viviendo bastantes moriscos y estaban vivas las tensiones de una sociedad con minorías poderosas pero sometidas.
Hurtado de Mendoza calló mucho de lo que sabía, pero al hacer el retrato de lo que veía en su tiempo no se privó. Cuando al final de su vida redacta una crónica de lo que había vivido en las recientes guerras contra la sublevación de los moriscos en las Alpujarras (1568-1570) lo que le sale es un retrato realista y no grandioso, sin héroes ni excelsas virtudes: pone a los nobles peleando entre sí, critica a las tropas desestructuradas. Y habla también de los letrados: los describe como “gente media”, que está “entre los grandes y pequeños, sin ofensa de los unos ni de los otros”, cuya dedicación eran “letras legales, comedimiento, secreto, verdad, vida llana”. Les atiza también en un momento dado (nadie se libra) pero nos da un primer retrato de esos personajes que estaban naciendo entonces: los letrados, formados en la Universidad, trabajando no en la corte sino para el Estado.
Faltaban dos siglos para que se difundiera en la lengua el llamar funcionarios a esa gente media. Para que se extendiera esa figura en la Administración no solo fue necesario tiempo, también fue indispensable un puntillazo excepcional: la división de España en provincias, que sepultó figuras políticas de rango disperso, centralizó y unificó estratos. Aunque la palabra funcionario se ha definido en las obras de la Real Academia Española como “empleado público”, quien primero la introdujo en un diccionario fue Ramón Domínguez (1846) que explicó bien esa palabra: funcionario era, en su definición, “la persona que desempeña un cargo, especialmente público, a nombre de otro, cuyas funciones ejerce”. Los funcionarios son trabajadores a nombre de otros. Y esos otros somos nosotros, los ciudadanos.
Aunque somos funcionarios los profesores universitarios y lo son los médicos o los policías, en general cuando pensamos en funcionarios imaginamos al trabajador de la Administración que vive generando burocracia. Pues bien, estas líneas son un elogio a esa gente media, en especial a esos funcionarios que revisan y vigilan expedientes de magnitud económica. Son los que dan forma a las normas legales que nos rigen, altos funcionarios que asumen una enorme responsabilidad en su gestión, a la altura de las oposiciones duras que han ganado. No están sujetos a las exigencias del mercado ni a la sumisión a un partido. Son en la actualidad figuras casi más incómodas para los políticos que la propia prensa y suelen ver con estoicismo (“comedimiento, secreto, verdad”) la prisa y la megalomanía con que a menudo el cargo político se acerca a la Administración pública.
Por eso quiero alabar el manguito, la prenda que ya nadie usa pero que hemos ligado en el estereotipo al funcionario decimonónico. La camisa blanca de los funcionarios podía mancharse con la tinta fresca de las ordenanzas o con el polvo vetusto de los expedientes. En el siglo XIX muchos funcionarios se ajustaban un manguito oscuro de muñeca a codo para proteger su camisa. Y quiero aprovechar la lectura figurada de esa imagen carpetovetónica, porque esa camisa blanca es España y el funcionario nos la está protegiendo.
Sí, es necesaria en la Administración pública una representación política pero a veces los llamados cargos de confianza, nombrados discrecionalmente por los políticos, son los que más nos hacen desconfiar. No se puede hacer política alabando a esos funcionarios en público pero alimentando a asesores que los ningunean en privado. Yo no lo hago. Viva la gente media. Larga vida al manguito y a lo que representa.
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