Dejar la droga de X
Avergüenza quedar atrapado en el bucle de comentarios de una política bochornosa que antes se tenía el pudor de practicar entre bambalinas


¿Cuántas veces ha intentado dejar X? ¿O Instagram? ¿O TikTok? Si no abandonarlas, al menos borrar las aplicaciones del móvil para que el día no devenga, desde el amanecer, en una sucesión de scrolls compulsivos. Aquello en lo que se emplea el tiempo cuando no se tienen las manos y la cabeza enredadas en otros asuntos secundarios.
La voluntad de dejar las redes sociales es recurrente, de intensidad variable. Unas veces se convive sin más con la paradoja de querer marchar, pero quedarse. Y en otras, provoca un dolor lacerante seguir ahí, encerrado, sin escapatoria. Como el fumador empedernido que necesita que le receten una pastilla para dejar un hábito que mata, pero que retrasa la cita con el médico de cabecera, consciente de que lo suyo no tiene solución.
Una de esas ocasiones es cuando se lee a MAR (Miguel Ángel Rodríguez (PP), fiel escudero de Ayuso) insultar a periodistas en X. Trabajan en EL PAÍS, pero podrían ejercer en otro medio (eldiario.es, por ejemplo). O insultar al presidente del Gobierno. La cosa es insultar sin complejos a golpe de tuit. Avergüenza quedar atrapado en el bucle de comentarios que no aportan nada. Y ya no poder quitarse el olor de la devaluación de la cosa pública, con sus máximos representantes alardeando de una política bochornosa que antes se tenía el pudor de practicar entre bambalinas. Como el tono bronco del ministro Óscar Puente (PSOE) en X.
Tampoco ayuda, después de varias oleadas feministas en las redes sociales, la ridiculización de los asistentes a la boda del alcalde de Madrid, José Luis Martínez-Almeida (PP). Que si él es un medio metro, que a la novia le sienta fatal el vestido, que si no sé quién recuerda a E. T. disfrazado en la mítica película de Steven Spielberg... Criticar en las bodas es casi como beber alcohol en España: no se salva ni la prima del pueblo, a la que tanto se quiere. Pero la rajada popular contra dos novios que han dedicado más intención que pericia a bailar el chotis, sabe mal.
Según se ande de sentido del humor, X se digiere mejor o peor. Pero el paso del tiempo rema en contra: lo que durante una época se disfruta como nunca, al final se sufre como la luz abierta al final de la fiesta. Es la evolución lógica de las adicciones, que apenas se notan a los 25, gracias a una juventud turgente y un futuro por conquistar, y que a los 50 muestran descarnadas su patetismo. Con la agravante de que un año de vida en las redes sociales es como 15 en la vieja realidad de carne y hueso.
El filósofo Eudald Espluga —No seas tú mismo (Paidós)— describe el abismo del scroll down como un “descenso obsesivo, sin ninguna finalidad, dejando pasar el tiempo, hasta que ya es demasiado tarde para casi todo lo que faltaba por hacer”. Y señala que “borrarse de las redes forma parte de la coreografía pactada” del sistema, con las grandes empresas tecnológicas situadas en la vanguardia de la desconexión digital, con aplicaciones y cursos de yoga y mindfulness para parar y seguir produciendo después con energías renovadas. Con gurús arrepentidos de su pasado, llenándose los bolsillos gracias a sus discursos apocalípticos sobre la digitalización que contribuyeron a crear.
Espluga propone una “organización colectiva” que sirva para romper con la “lógica del detox” individual, al menos a nivel discursivo. Es la forma, dice, de situarse “más allá de los estilos del consumo psicorresponsable, que una vez y otra dirigen el dedo acusador contra el usuario, privatizando su angustia”. Vamos, que no es usted, es la economía de plataformas. Y que o se regula muy bien, o no habrá quien se salve de la anhedonia digital, leyendo, deprimidos, día sí día también, a los MAR de turno.
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