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Columna
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‘Malmuertos’

Los que han visto morir a seres queridos saben que el consuelo, en ocasiones, no es para el que se va, sino también para el que se queda. En ese desconsuelo se quedaron los que por razones de la crisis social y sanitaria fueron desposeídos de ese derecho

Covid
Protesta en Madrid por la muerte de personas mayores en residencia durante la primera ola de la covid-19, en noviembre de 2021.Olmo Calvo
David Trueba

Nadie puede imaginarse esas muertes en las residencias de ancianos durante la pandemia. Situarse en esas habitaciones, a solas, con grandes dependencias físicas, sin la asistencia adecuada, es la gran película de terror que nadie sabrá hacer. Los que han visto morir a seres queridos, mientras los acompañan y acarician su mejilla o su mano y les hablan en voz baja saben que el consuelo, en ocasiones, no es para el que se va, sino también para el que se queda. En ese desconsuelo se quedaron los que por razones de la crisis social y sanitaria fueron desposeídos de ese derecho. A su tragedia se unió la de saber que los protocolos de Madrid impidieron la derivación a centros hospitalarios. La falta de supervisión de los lugares de cuidados los convirtió en morgues y apeaderos inhumanos. Todo ello ha venido a recordarlo, con poco eco, la Comisión Ciudadana por la Verdad en las Residencias de Madrid con su informe, en el que se cifran por miles los ancianos que pudieron salvarse. En aquel momento descubrimos que nuestro sistema de salud pública estaba quebrado después de décadas de abandono y de filigranas con los negocios privados. La sanidad pública es donde nacemos y morimos, y sin embargo somos incapaces de ofrecerle la alta consideración que merece.

Todos los señalados han tenido desde el primer minuto una actitud tan solo activa para esquivar las culpas. Muy pocos se han prestado al ejercicio tan necesario de esclarecer la verdad. Será otro de esos asuntos que cerramos malamente y con los años nos veremos incapaces de acordar un relato común, y acabaremos en conmemoraciones con dos bandos enfrentados en función del interés partidista. Ese deterioro del sistema de salud y de la atención en residencias se vio coronado por la necesidad de hacerse con material sanitario que derivó, como hemos sabido después, en la riqueza de algunas familias y de los oportunistas habituales pegados al calor del poder, también de supuestos finos intermediarios que en un día de negocio cobraron comisiones equivalentes a tres veces el sueldo anual del presidente del Gobierno, ahí es nada.

La maldita burocracia contra la que cargan tantos aparenta ser la única protección contra los negociantes del dolor ajeno. Pero hiere menos el agujero económico que el agujero humano. Porque mientras sucedía ese comercio impropio fruto de la pandemia, muchas familias perdían en la más absoluta desconexión a sus familiares. Son los malmuertos de esta tragedia. No confundir con los malnacidos, que es un insulto que le cae a quien pretende preguntar, investigar, llegar hasta el fondo de la verdad. Le tenemos miedo a la verdad porque ya sabemos que nuestros congéneres son capaces de las cosas más terribles. Es evidente que resulta un asunto tóxico, y más cuando la actividad política de este país, que debería servir para unirnos, en lo único que está empeñada es en buscarse las debilidades y los puntos ciegos agitando la pasión para apuñalarse. Por suerte la sociedad española está en otro sitio, con todos sus defectos no ha caído salvo en contadas excepciones en la provocación y sigue empeñada, a golpes de aliento en seguir buscando respuestas. Los muertos lo merecen. Sus malas muertes nos afrentan a todos. Y no se puede presumir de gestión cuando hay detrás una fosa común de tal magnitud. Léanse el informe. Aunque no hay palabras para describir lo sucedido.

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