Las manos de Hadi Matar
Se me quedó grabado el rostro del hombre de 24 años que intentó matar a Salman Rushdie. ¿A qué escuelas asistió, qué libros leyó? ¿Qué amigos tuvo? En medio de la historia, hay fanáticos de Dios que se convierten en enemigos de la especie humana
La fuerza que conduce el agua a través de las rocas.
dirige mi roja sangre.
(Dylan Thomas)
Uno. La Avenida 24 de Julho es una de las principales arterias de Lisboa y conecta la parte oriental de la ciudad con la que se proyecta en dirección al mar. A cualquier hora del día, la circulación del tráfico es razonablemente fluida, pero cierta mañana de la primavera de 2022 uno de los carriles se vio completamente bloqueado. Algo raro pasaba. En medio de uno de los pasos de peatones, junto al semáforo, había un conejo grisáceo inmóvil. Cuando los coches hacían ademán de avanzar, el conejo, desorientado, daba pequeños saltos, pero no se movía de su sitio. Entonces, un joven bajó de su vehículo, agarró al conejo por la nuca, le acarició las orejas y se dejó fotografiar con él en su regazo.
Uno de los videos que se difundieron entonces mostraba al joven en medio del tráfico con el intruso en sus manos. El chico era moreno, con el pelo muy oscuro y cortado al raso, orejas prominentes, el típico portugués, atlético y desenvuelto. Pero ninguno de estos detalles tendría la menor importancia, y la normalísima escena del rescate de un animal perdido entre los coches se habría desvanecido de la memoria, si poco después, el 12 de agosto, Salman Rushdie no hubiera sido víctima de un atentado que conmovió al mundo.
Dos. No cabe resumir determinadas realidades, pero en todo caso, podemos condensar el atentado de la siguiente manera: cuando Salman Rushdie se disponía a pronunciar una conferencia en Chautauqua, en el estado de Nueva York, ante a un auditorio abarrotado, un joven subió al escenario con un cuchillo y asestó más de 10 golpes en distintas zonas vitales del cuerpo del autor de Los Versos Satánicos, sin que fuera posible detenerlo en los primeros instantes. Durante esos días, las imágenes de la agresión fueron reproducidas miles de veces, causando una gran conmiseración. Una fetua lanzada por Irán 33 años antes, según la cual el escritor debía ser ejecutado por blasfemias contra Alá, había estado a punto de consumarse. El drama personal de un escritor convertido en el centro de una paradójica alegoría en la que un hombre con un cuchillo persigue a un hombre con una pluma, impresionó a los occidentales en aquellos días, como si Salman fuera un pariente cercano. Ante situaciones como estas, no queda lugar para los detalles, pero a mí se me quedó grabado uno: el rostro de quien perpetró el atentado, Hadi Matar, de 24 años cuando se divulgó la imagen, se parecía de manera increíble al rostro del chico que había salvado al conejo en la Avenida 24 de Julio, tres meses antes. Se parecían como si fueran hermanos. Por la imagen, uno podría ser el otro y viceversa.
Tres. Desde entonces ha pasado más de un año y medio. No sabemos qué ha sido del joven estadounidense de ascendencia libanesa, encerrado en una prisión. De Salman Rushdie sabemos que quedó físicamente disminuido y que tiene una perturbadora historia que contar, pero lo cierto es que el detalle de la coincidencia no se me quita de la cabeza. Aun admitiendo que la mano que prepara un cuchillo para matar pueda ser la misma que la que salva a un animal doméstico de ser atropellado, y que en una misma persona convivan gestos de significados opuestos, como se constata en las historias de tiranos y asesinos, no dejan de surgir las preguntas: ¿cómo transcurrió la infancia del joven Hadi Matar, a qué escuelas asistió, qué libros leyó? ¿Qué amigos tuvo? ¿Qué profesores le instruyeron, qué catecismos memorizó? ¿Qué clase de activismo político profesó? ¿De qué ideal de justicia histórica se alimentó para optar por hacerse famoso no por salvar a personas, animales, bosques o ríos, sino por intentar ejecutar al autor de un libro del que confesó haber leído solo dos páginas? Las preguntas no tienen fin, pero las respuestas tienden a simplificarse.
Cuatro. Tras el atentado se supo que poco antes había viajado al Líbano, donde se radicalizó en la fe islámica y en la cultura de la sharía, y que eso explicaría su gesto, en el que al parecer actuó como un lobo solitario. También se revisó su pasado y se habló de desintegración y resentimiento social, facilitadores por lo común de la radicalización. Otras respuestas, sin embargo, implicaban horizontes teóricos más vastos. Se sacó de los estantes el libro de Samuel P. Huntington, El choque de civilizaciones y la reconfiguración del orden mundial, publicado en 1996, para explicar que la división entre Oriente y Occidente era lo que quedaba después de la caída del muro de Berlín. Las grandes placas tectónicas culturales se afrontaban cara a cara. De este modo, lo ocurrido en el escenario de Chautauqua no pasaba de ser la imagen escénica de este conflicto entre representantes simbólicos de dos culturas diferentes.
En un sentido casi opuesto, se esgrimió la teoría del fin de la Historia y del último hombre, desarrollada en la misma década por Francis Fukuyama, para demostrar que la optimista acuñación del factor de “reconocimiento” como motor de la Historia, del que la cultura estadounidense era el espejo radiante, había quedado totalmente sobrepasada. Sobre todo, quedó demostrado que la realidad destruía todas las teorías, y que la única evidencia comprobada, a la vista de todos, era que las democracias son demasiado porosas y frágiles, y los sistemas autocráticos demasiado inexpugnables, y que estos envían a sus enloquecidos mensajeros contra las democracias frágiles y porosas para destruirlas. Se dijo que era necesario echar el cierre a las democracias, y se afirmó, por el contrario, que su grandeza consistía en esa apertura y porosidad, y que su traslación informativa servía para contaminar a las autocracias con el poder ejemplar de la libertad. El caso es que si reunimos todos los retazos de verdad que se incluyen en las tesis maximalistas, lo que parece seguro es que entre el fanatismo islámico y el cristiano hay unos cuatro siglos de separación. En poco difieren la misión trascendental de Hadi Matar mientras esgrimía su cuchillo la tarde del 12 de agosto de 2022, y la misión de un inquisidor del Santo Oficio, a mediados del siglo XVII, sentado en su sillón, mientras observaba por la ventana a personas atadas a una cruz quemarse vivas. En un caso u otro, de repente, en medio de la Historia, hay fanáticos de Dios que se convierten en enemigos de la especie humana.
Cinco. En un discurso que pronunció hace tiempo en la Universidad de Emory, afirmaba Salman Rushdie más o menos lo siguiente: “La doctrina religiosa dice: sométete. Acepta lo que dicen los grandes libros. Ya tienen todas las respuestas, con el apoyo de la autoridad de Dios. Tu fe en esas respuestas te liberará. Sin ella, no eres libre. Estás perdido. Pero el pensador no religioso dice: no me someto. No lo acepto. Las preguntas han de formularse. El cuestionamiento es, en sí mismo, una respuesta. La capacidad de poseer un argumento es la libertad. Renunciar a esa libertad es encadenarme a mí mismo”.
Se trata, por lo tanto, de dos libertades diferentes y los occidentales no aceptan que la primera lo sea. La segunda libertad, la que profesamos los de este lado, implica mucho más que ser libre, suele implicar la capacidad de comprender el lado en el que se sitúa nuestro oponente. Y, en consecuencia, implica el perdón. Dicen que el próximo libro de Salman Rushdie, Cuchillo, se publicará el próximo abril. Dado que el autor se ha convertido en una metáfora, lo quiera o no, quedo a la espera de leer lo que tiene que decir sobre sí mismo, pero, ante todo, sobre las manos de quien le causó tan profundas heridas.
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