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Tribuna
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Las manos de la abuela

Se está produciendo una suerte de retorno a lo natural, incluida la lactancia, como reacción al fracaso del consabido “progreso” y es transversal a la orientación ideológica

Un bebé agarra la mano de su abuelo.
Un bebé agarra la mano de su abuelo.SimonSkafar (Getty Images)
Azahara Palomeque

Hace algunas semanas coincidí con un grupo de escritores que señalaban entre sus logros el haber introducido la postmodernidad en las letras españolas. La conversación, marcada en general por la afinidad, encontró, sin embargo, un obstáculo cuando uno de ellos afirmó: “no como los jóvenes de ahora, que solo saben hablar de las manos de la abuela”. A mí, lectora de Lyotard y su famoso La condición postmoderna (1979), aquel comentario me chirrió, pues lo que este señor parecía establecer era una jerarquía entre imprimir velocidad a los tiempos, reivindicar la tecnología, asaltar el canon con un ludismo artístico asemejado, más bien, al postmodernismo, y una mirada hacia el pasado feminizado, quizá rural, en busca de respuestas. Desde entonces, he estado dándole vueltas a esa frase; pensando qué significado portan unas manos antiguas, especialmente si las aclaman “los jóvenes”; y cómo se relacionan con lo que Lyotard llamó la caída de las metanarrativas, discursos emancipatorios —el marxismo, la religión— que se fragmentaron en mil añicos permitiendo nuevas posibilidades, pero también creando mucha incertidumbre.

Afirmaba Proust en En busca del tiempo perdido (1924) que “cuando mis labios la tocaron, las manos de mi abuela se agitaron, la recorrió por entero un largo estremecimiento”, el último antes de fallecer. El autor sentía devoción por aquella anciana, y es a partir de esas espasmódicas manos como dignifica su biografía en el lecho de muerte. El Nobel Günter Grass comienza su novela capital, El tambor de hojalata (1959), honrando la figura de la abuela, bajo cuyas faldas se engendra un mundo. No hace falta ser muy avispado para notar que la literatura universal se encuentra plagada de señoras mayores admiradas. También la ciencia ha subrayado el papel fundamental de las abuelas: un estudio se preguntaba el motivo por el que las hembras de elefante no perecían inmediatamente después de perder la fertilidad, contrariamente a las de otras especies, y la única conclusión razonable a la que llegaron tenía que ver con la función cuidadora de esas elefantas menopáusicas a la hora de garantizar la supervivencia de sus nietos. Así que ya contamos con abuelas encomiadas en la cultura y en la naturaleza, pero, obviamente, el escritor quería decir otra cosa, algo que a quienes hacemos literatura desde nuestras eternizadas juventudes tal vez no debería perdonársenos.

Por qué recurrir a la abuela como simbología de unos valores dignos de rescate lo aclara, precisamente, nuestra noción actual de futuro. Podría argumentarse que la tan cacareada fractura generacional, concretamente a partir de los millennials, persigue una posible cura posando los ojos sobre las madres de las madres, algunas ya enterradas. Sea por el desarraigo que una postmodernidad precaria, acelerada y digitalizada nos provoca, o debido al caos climático que hace peligrar el agua y el aire limpio durante las próximas décadas, las manos de la abuela nos retrotraen a unas dinámicas contrarias a la devoración neoliberal y próximas a la naturaleza. Este argumento se recrea en la película El olivo (2016), de Icíar Bollaín, donde es el abuelo, esta vez, quien conecta con una nieta que no comprende la venta del árbol centenario por parte de la generación intermedia. El puente afectivo entre la adolescente y el viejo desprende un aprecio al reino vegetal ajeno a su carácter lucrativo, algo que el padre y el tío rechazan, hasta que al final, después de numerosos encontronazos, se firma una suerte de pacto intergeneracional que reconcilia a la tribu.

No es casualidad que, en esos términos, “pacto intergeneracional”, se dirigiese al público recientemente la ministra de Juventud e Infancia, Sira Rego, ni que su cartera haya sido inaugurada por un Gobierno que ha captado el escenario movedizo, asustador, que nos depara el porvenir. La gran prueba de este siglo, como explica Jorge Riechmann, es el futuro, que sobre todo la franja de edad más vulnerable percibe como distópico. En ese escenario, vale la pena hilvanar los retales rotos y regresar, de nuevo, a las manos de la abuela, colmadas de saberes. Últimamente, he comprobado un surgimiento de talleres destinados a recuperar conocimientos relacionados con la agricultura y ganadería tradicionales, la costura o la crianza. Esta suerte de retorno a lo natural, incluida la lactancia, se está produciendo como reacción al fracaso del consabido “progreso” y es transversal a la orientación ideológica. Ciertamente, la nostalgia conlleva serios riesgos, pero no hay que desdeñar una potencialidad para reorientarla hacia la concepción de tiempos venideros más halagüeños. Quizá por esa razón, la artista Virginia Bersabé está logrando un gran reconocimiento pintando, ¡maravilla!, manos de abuela. Sus brochas realzan la belleza de la senectud reposada, amplían unos dedos que invocan trabajos artesanales, interrogan los cuidados y, todo junto, como un espejo, ayunta la memoria y el futuro.

Por eso, querido escritor, algunas anhelamos restituir lo que el pretérito esconde de aprendizaje, y colocamos en el centro una vejez femenina que, según demostraron las elefantas menopáusicas, es crucial para la supervivencia.


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