Un lenguaje inclusivo sin un mundo en el que hablarlo
Hablamos o escribimos con la -e, la -x, la @, creamos un diccionario tan caótico que solo logramos contradecirnos. Los cambios lingüísticos son extremadamente complicados; para ser efectivos, necesitan mucho tiempo
Descubrí las fulguraciones solares en el Observatorio del Teide. Al otro lado del telescopio, a un metro escaso de mi ojo, aparecía un círculo amarillo, vivo, en el cual el enredo y cruce de las líneas del campo magnético liberaba la energía de forma súbita, y entonces sucedía: la explosión, colosal, pero que yo veía como un fino surtidor dorado, que emergía de la superficie de la esfera ardiente.
Ahora estoy sentada junto a la orilla de un mar cuyas aguas eran gélidas en invierno, sobre la arena de una playa que estaba nevada en esta misma época. Así era hace pocos años. Entrenaba en aguas abiertas, y esto incluía nadar en aquel mar helado. Respiraba cada dos brazadas y en dirección a la costa. A través de mis gafas, en los instantes en que sacaba apenas medio ojo del agua, a veces veía, a lo lejos, en tierra, una figura envuelta en ropas de abrigo, un hombre o una mujer, imposible saberlo.
Hoy sigo nadando, mismo mar, mismo mes de invierno, pero no cae nieve en la arena, la playa ya no está solitaria; como en primavera, los perros traen las pelotas a los pies de sus dueños, las personas que veo pasar, más numerosas, ya no son figuras abrigadas, sino que en cada brazada puedo identificar si son hombres o mujeres. ¿O tal vez debería referirme a estas últimas como a cuerpos con vagina? La etiqueta no es mía, pertenece a la portada de la prestigiosa revista médica The Lancet. La mente creativa de tan malograda definición quiso ser inclusiva con las personas trans. Y se pasó. Se pasó para la inmensa mayoría, incluyendo a mujeres trans.
Entiendo que estamos en unos momentos de una necesaria indagación sobre el lenguaje. Es la premura lo que a menudo lleva al ridículo y se genera el efecto contrario: una aversión general, no sólo por la cosificación de ciertos términos, sino porque, en el afán de forzar los cambios, se escuchan frases como “estamos soles”, en lugar de “estamos solos”.
Cuando era niña, en otra playa muy distinta, una mediterránea, solía esperar al momento de bajamar para coger coquinas. Entonces nadaba unos doscientos metros durante los cuales mis pies no tocaban el fondo. Pero yo sabía hacia donde iba: un banco de arena donde el nivel del agua descendía, de nuevo, a la altura de mis rodillas. Era mi isla. Entonces, inclinándome, metía la mano en la arena, la removía para distinguir las diversas formas: piedras, conchas vacías, o coquinas llenas. A base de experiencia, aprendí que las coquinas adultas, las más grandes, estaban por encima de los ejemplares más jóvenes y, por tanto, más pequeños. No me hacía falta sacar el ejemplar del agua, el cribado era subterráneo. Al capturarlas, las metía en una red que llevaba sujeta a la cintura. Casi siempre degustaba las coquinas crudas en el mismo lugar, abriéndolas con mis pequeñas uñas. A veces, pasaba tanto tiempo en el mar, inclinada sobre la arena, que terminaba con el culo abrasado por el sol y no podía sentarme durante varios días.
Todavía hoy voy a esa playa. Pero ya no hay coquinas, y la temperatura del agua ha subido tanto que los niños juegan a atrapar medusas. Los castillos de arena ya no son tan interesantes. El juego está en el deterioro extremo de nuestros mares.
Los cambios lingüísticos son extremadamente complicados; para ser efectivos, necesitan mucho tiempo. Por otra parte, toda lengua tiene una vida propia, un ciclo vital que no puede ser forzado, esa es una de sus grandezas, que de alguna manera se impone por encima de sus hablantes como algo orgánico. El problema con el lenguaje inclusivo no me parece, obviamente, el propósito de la inclusión, sino su afán impositivo, su poca reflexión, y precisamente en un momento en el que hay algo que no tenemos: tiempo. El mercurio del termómetro de nuestros mares y nuestras tierras asciende descontrolado mientras que el del termómetro de nuestras acciones se mantiene inmóvil, metal pesado de nuestra sangre. Hablamos o escribimos con la -e, la -x, la @, creamos un diccionario tan caótico que sólo logramos contradecirnos. Es más, cada hora se extinguen unas seis especies. ¿Merece la nuestra, arrogante y fracasada, un lenguaje inclusivo mientras excluimos hasta la extinción algunas de las otras ocho millones de especies que habitan nuestro planeta? Si no nos unimos en la responsabilidad de aliviar la crisis climática, para cuando las reglas inclusivas estuvieran estudiadas con rigor y afianzadas por su uso libre y fluido, la humanidad ya no existiría. Esa es la paradoja. Ese diccionario que escriben desde la Torre de Babel, donde todos hablan y nadie se entiende, tendrán que dejárselo a las cucarachas o enviarlo a otro planeta, porque este se muere. Lo bueno es que, entonces, todos los soles del mundo podrán recuperar el brillo que le quitaron a la singularidad de su nombre.
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