Calma
Hay quien solo sobrevive en la tormenta, y no duraría dos días en un mar plácido quieto como un plato

Charles Darwin dedicó ocho años a estudiar los percebes. Acabó intuyendo que en la existencia de un animal extraño, casi imposible, fusión entre mineral y vida, se escondían algunas de las claves extraordinarias de la teoría de la evolución. Y de esta manera los percebes, que llevaban cinco millones de años sobreviviendo en el planeta a todas las calamidades, se enfrentaron a Dios y también ganaron. Darwin estudió 10.000 clases de percebes, con fichas para cada una de ellas, y esa obsesión —y muchas otras— le hicieron comprender la evolución que ese animal invertebrado y hermafrodita sin extremidades ni ojos ni corazón, pero con un pene descomunal, el mayor del reino animal porque se estira hasta dar con otro percebe con el que reproducirse (no pueden moverse), había hecho para no extinguirse. Solo es posible que exista en zonas peligrosas, rocas que necesitan oleajes salvajes de agua fría (a más oleaje y más fría el agua, mejores y más grandes percebes) porque su carga de oxígeno es tan extraordinaria que pueden respirarlo: los percebes viven de ese oxígeno. Impresiona que un animal tan pequeño sea el responsable de tantas muertes (las de percebeiros gallegos que se juegan la vida para cogerlos en los lugares más inhóspitos, porque cuanto más inhóspito mejor será el percebe y más valor tendrá). Impresiona la evolución biológica del percebe y también la cultural, que lo ha depositado en los platos como manjar exquisito. Impresiona, sobre todo, que para su supervivencia necesite mareas agitadas, aguas heladas, rocas de improbable acceso, lugares en los que los seres humanos pueden morir por arrancar algo del tamaño de un dedo, y sin embargo todo ello es una lección inquietante de vida: hay quien solo sobrevive en la tormenta, y no duraría dos días en un mar plácido quieto como un plato.
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