Cataluña: explicaciones pendientes
Es necesario establecer si el Gobierno del PP se sirvió de instrumentos ilegales para combatir el independentismo
Si es grave que un Gobierno utilice los aparatos del Estado, la policía fundamentalmente, para combatir a los enemigos políticos y obstaculizar las investigaciones judiciales por los asuntos y procesos por corrupción que afectan a algunos de sus miembros y al partido al que pertenecen, todavía es más grave que la utilización de tales medios ilegales e inmorales haya sido la respuesta al proyecto secesionista que pusieron en marcha los partidos independentistas en Cataluña a partir de 2012. Eso es lo que acreditan las numerosas informaciones, perfectamente contrastadas, sobre la actuación de una llamada policía patriótica al servicio del Gobierno del Partido Popular, y específicamente en la denominada Operación Cataluña, un cúmulo de torpes actuaciones policiales, dirigidas desde el Ministerio del Interior a las órdenes de la presidencia del Gobierno, con el pretendido y descabellado propósito de desacreditar el independentismo mediante acusaciones fabricadas contra sus dirigentes.
No se combate con la ilegalidad a quienes quieren romper la legalidad. Tratándose de la vulneración de la Constitución que se proponía el independentismo, tal como llegó a refrendar el Parlamento de Cataluña en su anticonstitucional Declaración de Soberanía (23 de enero de 2013), lo último que cabía esperar es que la única iniciativa efectiva consistiera en vulnerar la propia Constitución, en el capítulo de los derechos fundamentales, por supuesto, pero también en su espíritu más profundo como base de la democracia y del pluralismo. El Gobierno de Mariano Rajoy se rindió desde el primer día a cualquier forma de diálogo y actuación política en favor de la que debiera ser siempre la última salvaguarda como es la apelación al Código Penal. Todo lo subarrendó a la actuación pública de los tribunales, y especialmente del Constitucional, y a la clandestina de los funcionarios policiales a los que encargó la campaña calumniosa conocida después, contada por este periódico y que ha regresado a la actualidad ahora con nuevos detalles, abandonando en definitiva el campo de las instituciones políticas y del combate de las ideas.
De la boca del presidente del Gobierno no surgió ni una sola iniciativa o contrapropuesta que sirviera al menos para arrebatar el calendario y la agenda del control que el independentismo mantuvo desde el primer día. No fue una judicialización de la política, tal como explica la narrativa independentista, sino el más absoluto vacío creado por la dejadez política del Gobierno, que abandonó en manos de los jueces la resolución de la dificultad que los gobernantes no supieron o quisieron abordar. Desde 2012 hasta 2017 la iniciativa y el relato políticos siempre estuvieron en manos de los independentistas, que solo empezaron a retroceder a partir de la aplicación del artículo 155 de la Constitución gracias a la actitud responsable de la oposición socialista que aportó sus votos en el Senado.
Rajoy fue estrepitosamente derrotado en la escena internacional, donde el independentismo desbordó a la diplomacia española en todos los ámbitos, incluida la opinión pública y los principales medios de comunicación. Solo obtuvo como consuelo la solidaridad habitual entre gobiernos contra el desmembramiento territorial de un país, cuando ya en los días cruciales la reclamó a los ejecutivos amigos. Sus servicios policiales y de inteligencia fueron incapaces de actuar preventivamente. No localizaron las urnas, permitieron la ocupación de los locales de propiedad pública donde se instalaron las urnas y finalmente, para culminar su disparatada y culpable torpeza, intentaron evitar la votación lanzando a la policía a una actuación violenta y descabellada, que solo podía redundar en unas imágenes lamentables de ciudadanos apaleados, indignas de una democracia de calidad como es y era la española. Permitieron, finalmente, que el president y máximo responsable de tal disparate huyera de España escondido en un coche conducido por agentes del orden público.
En realidad, los dos principales actores de aquella desgraciada aventura, los partidos secesionistas y el Gobierno del PP, actuaron cada uno como le convenía al otro para sus intereses más cortoplacistas. El PP presentó la negación de la política y la pasividad perezosa de sus dirigentes como si fuera la resistencia intransigente ante quienes pretendían romper España, mientras que los secesionistas obtuvieron a cambio la imagen de cerrazón y de regresión democrática que convenía a sus planes. Si los principales actores de tantos desaguisados, empezando por el presidente Rajoy, han evitado cualquier explicación sobre aquellos años y especialmente los días dramáticos de 2017, sobre sus decisiones y sus omisiones, menos explicaciones han dado sobre la concentración de sus esfuerzos en el uso de instrumentos ilegales para combatir el independentismo y de paso intentar librar a su partido de sus responsabilidades ante la justicia.
Los independentistas se han escudado en su grotesca amenaza de repetir la operación secesionista para no dar explicaciones ni siquiera a sus partidarios. Y a Rajoy y a los populares les ha bastado el silencio y el olvido de sus desgraciadas ocurrencias políticas. Están a la vista los puntos de coincidencia entre ambos, el independentismo procesista y el Partido Popular que le combatió con tanta indolencia como torpeza, y no es la menor de ellas la utilización de medios ilegales y anticonstitucionales para perseguir sus objetivos políticos. Lo peor del caso es que sigan coincidiendo ahora en su dificultad para someter a escrutinio sus decisiones, asumir sus responsabilidades y ofrecer las debidas explicaciones públicas e incluso las disculpas que siguen debiendo a todos los ciudadanos.
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