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Tribuna
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La violencia que no cesa

En el mundo hay ahora mismo una treintena de conflictos bélicos. La seguridad, sin embargo, no pasa por aumentar el gasto militar sino por garantizar el desarrollo y los derechos humanos como pilares básicos del orden internacional

Equipos de rescate buscan víctimas entre los escombros de una casa en Rafah, en la Franja de Gaza, tras un bombardeo israelí.
Equipos de rescate buscan víctimas entre los escombros de una casa en Rafah, en la Franja de Gaza, tras un bombardeo israelí.ARAFAT BARBAKH (REUTERS)

En medio de tantos deseos de paz como los que tradicionalmente se intercambian estos días el problema, con ser grave, no es sólo que haya más de una treintena de conflictos violentos en el mundo, con Ucrania y Palestina a la cabeza. Lo peor, mientras crece la tensión entre China y EE UU con Taiwán en primer término, es constatar que no tenemos instrumentos adecuados para, idealmente, prevenirlos o, al menos, gestionarlos eficazmente.

Que la desesperación y la voluntad de poder desembocan en demasiadas ocasiones en violencia es una lección que la historia nos enseña diariamente. Hoy, con Vladímir Putin como alumno aventajado de un colegio en el que también brillan Benjamin Netanyahu, Haibatullah Akhundzada y tantos otros (puede añadir aquí su demonio preferido), el recurso a las armas goza de buena salud. Quizás por eso destaca aún más, como contrapunto histórico, que la Unión Europea haya logrado eliminar la guerra como un instrumento de resolución de conflictos entre ellos. Por desgracia, tras el breve alivio de finales del pasado siglo, el 11-S primero, con su nefasta “guerra contra el terror”, y después la agresión rusa contra Ucrania, han vuelto a sumirnos en un proceso de securitización y militarismo rampante, al que los Veintisiete también se han apuntado. Así lo refleja el notable aumento del gasto militar mundial en estos últimos ocho años, hasta llegar a los 2,24 billones de dólares, en 2022, obnubilados por la creencia de que más armas significa más seguridad.

Dejarse llevar por ese mantra, cuando sabemos que los instrumentos militares poco pueden hacer para neutralizar la emergencia climática, la proliferación de armas de destrucción masiva o el terrorismo internacional (y menos aún las pandemias y los efectos desestabilizadores de los flujos migratorios), es empecinarse irremediablemente en el error. Sabemos que normalmente son las dobles varas de medida a nivel internacional, los fracasos en la convivencia entre distintos y las brechas de desigualdad en términos sociales, políticos y económicos los factores que en mayor medida explican el recurso a la violencia. Y los ejércitos —instrumentos de disuasión y de último recurso— son, simplemente, insuficientes para superar esas fallas estructurales, tanto a ojos de los que no tienen nada que perder como de quienes están decididos a imponer su dominio por la fuerza, haciendo incluso de la violencia un medio de vida.

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Ante casos tan alarmantes como los que asolan Sudán, el Sahel, Armenia-Azerbaiyán o Birmania, sin olvidar la violencia ejercida por actores no estatales en Centroamérica, parece elemental entender la necesidad de una respuesta multilateral y multidimensional. Y eso, desde hace 78 años, tiene nombre propio: ONU. Es el único actor que puede hablar y actuar legítimamente en nombre de la comunidad internacional y que está estructurado en torno a los tres pilares básicos del orden internacional: desarrollo, seguridad y derechos humanos. La realidad, sin embargo, muestra que, por mucho que sostengan quienes son los principales beneficiarios del modelo vigente (con EEUU al frente), no existe un orden internacional basado en normas, sino un marco institucional y unas reglas de juego que les permiten preservar sus privilegios, mientras tildan de ilusos o de desestabilizadores a quienes se atreven a cuestionarlo.

Y, si hiciera falta algún ejemplo, basta con volver a la masacre que Israel está perpetrando en Gaza. Es palmario que ni la ONU ni el derecho internacional han logrado nunca que Tel Aviv cumpla sus obligaciones como potencia ocupante y deje de violar el derecho internacional humanitario a su antojo. Tampoco se ha logrado que Washington entienda que su respaldo diplomático y militar no sólo no sirve a los intereses de Israel, sino que deteriora irremediablemente su imagen de supuesto líder mundial, al tiempo que alimenta aún más el antioccidentalismo en el mundo musulmán, sin que los Veintisiete consigan contrarrestar esa deriva. Un despropósito que permite a Putin y Xi Jinping presentarse como mediadores, pacifistas y amantes del mismo derecho internacional que incumplen a diario.

Para salir de esta vía condenada a la repetición de fracasos cada vez más desestabilizadores no se trata tanto de crear nuevos instrumentos o establecer nuevos acuerdos como de activar la voluntad política imprescindible para ponerlos al servicio del conjunto. ¿Cuánto tiempo más necesitamos para entender que la matanza de gazatíes traerá más terrorismo internacional? ¿Cuánto para entender que sin la posibilidad de una vida digna la violencia aumenta su atractivo? ¿Cuánto para asumir que mi seguridad no puede basarse en la inseguridad del vecino? ¿Cuánto para reformular una fracasada política de migración y asilo policial y restrictiva? La seguridad humana ofrece, junto a la seguridad de los Estados, un mapa de carreteras que permite conjugar la defensa territorial con la satisfacción de las necesidades básicas y el ejercicio pleno de los derechos fundamentales como guías principales para garantizar la paz social y la resolución pacífica de los conflictos. De nosotros depende que ese anhelo se quede en una simple carta a los Reyes Magos o se convierta en una agenda de paz.

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