Un fósil en la Casa Blanca
Kissinger llegó a Estados Unidos con 15 años y nunca se deshizo de su acento alemán. Hay un momento en el que el aprendizaje de una nueva lengua se frena para conformarse con el nivel alcanzado
Estar en la escena pública, sobre todo en el ámbito de la política y del espectáculo, te convierte en candidato a ser parodiado. Lo que pocos famosos de nuestro tiempo sospecharían es que, además de imitados, podrían terminar siendo convertidos en personajes de una ópera. Hace unos meses, se estrenó en Madrid, en el Teatro Real, la ópera Nixon en China, representada por primera vez en 1987. En ella se recrea el viaje del presidente estadounidense Richard Nixon a China en 1972. Un personaje fundamental en el libreto es el que encarna a Henry Kissinger (1923-2023).
El registro vocal que se asigna al cantante que hace de Kissinger en esa producción es el de bajo, frente al tenor que hace de Mao y al barítono que interpreta al presidente de Estados Unidos. Está bien elegida la voz para ese papel: a Kissinger le corresponde la tesitura grave, oscura y cavernaria, la que en las óperas se suele adjudicar al sumo pontífice, al Demonio o a Dios. Todos esos papeles le podían haber correspondido a Kissinger, responsable de la mayoría de los encajes y desencajes de la política mundial de los sesenta a los ochenta: el fin de la guerra de Vietnam, la destrucción imperdonable sobre Camboya, el aliento en la operación contra Allende... Muchos de los fuegos que siguen ardiendo hoy en la política exterior los prendió él, el secretario de Estado más poderoso del mundo, el más discutible y, en el sentido estricto de la palabra, el más enjuiciable.
Aquella ópera era una estampa más de toda la cadena de parodias sobre Kissinger: lo remedaban en la radio, fue personaje habitual del repertorio de humoristas que pasaban por Saturday Night Live, los Monty Python le dedicaron un charlestón de música festiva con una letra delirante... Había un factor fundamental que favorecía las imitaciones: su acento. El inglés de Kissinger mostró hasta su muerte un apreciable acento alemán, idóneo enganche para cualquier imitador.
Kissinger era, por nacimiento y crianza, alemán. Nació en Fürth, en plena Baviera, en el seno de una familia judía que tuvo el tino de querer marcharse de la Alemania nazi y la suerte de conseguirlo. En 1938, Louis Kissinger y su esposa llegan a Nueva York con sus hijos: el mayor, Heinz, tiene 15 años; su hermano Walter es 13 meses menor. Los críos tienen solo unas nociones escolares de inglés. Heinz se cambia el nombre a Henry, estudia mucho, se gana fama de intelectual. Walter era distinto, más extrovertido. En el servicio militar los compañeros de filas de Henry lo apodan Ja (sí en alemán) por su fuerte acento. Walter, en cambio, hablaba desde joven como un neoyorquino de manual.
Las diferencias de competencia lingüística entre dos personas con el mismo entorno familiar han sido atribuidas a razones muy distintas. Para Steven Pinker, que defiende el lenguaje como instinto, la edad era el factor clave: cuando los hermanos llegan a Estados Unidos, Walter estaba aún en la pubertad y podía adquirir una nueva lengua, mientras que Henry ya solo la podía aprender. Walter se tomaba un poco a risa esta idea y decía que él hablaba inglés sin acento porque, de los dos hermanos, a él le tocó el papel de escuchar.
El aprendizaje de una lengua nueva es un camino largo y con esquinas. Lo que en la infancia es una adquisición lenta, con errores celebrados jubilosamente por la familia es, años más tarde, fuente de desaliento. En ese proceso, muchos hablantes llegan a un punto en que deciden parar y conformarse con el resultado. Suele ocurrirle a quienes logran comunicarse con fluidez. La lingüística llama “fosilización” a ese proceso. El aprendiente mantiene un estado de lengua que apuntaba a ser transitorio y lo hace permanente. Son varios los factores que favorecen la fosilización: la edad, el deseo de mantener una identidad previa, el entorno... y la voluntad.
El deje alemán de Kissinger era acorde con su personalidad y su agudeza estratégica. ¿Podría haberse desprendido de ese acento germano en su juventud? Sí. El suyo era un inglés fosilizado, propio de alguien que tenía el pragmatismo suficiente para permitirse ese acento germano y, al mismo tiempo, no practicar demasiado su alemán previo. Por las connotaciones que mantiene el alemán en Occidente, ese deje lo ayudaba a parecer más categórico, eficaz y, al mismo tiempo, más exótico.
En 1974, Kissinger hace unas declaraciones informales a la prensa en Bonn, junto a Willy Brandt. El líder germano habla en alemán, y luego toma la palabra él, primero en alemán y luego en inglés. Termina riéndose ante los micrófonos: “I speak no language without an accent” (no hablo ninguna lengua sin acento).
Qué paradojas en Kissinger: no dominar del todo ninguna de sus dos lenguas, pero dominar la política internacional; terminar siendo un personaje de ópera o de comedia cuando toda su vida política había ejercido de actor principal en la tragedia ajena. El gran teatro del mundo.
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