Justicia y política
El bloqueo de la renovación del CGPJ, que mañana cumple cinco años, favorece la ofensiva contra la ley de amnistía
El Congreso de los Diputados ha iniciado ya la tramitación de la proposición de ley de amnistía, la iniciativa más controvertida del comienzo de la presente legislatura y la que ha facilitado la investidura de Pedro Sánchez. La futura norma ha desencadenado una virulenta protesta de la oposición en las instituciones y en la calle, a la que se ha sumado la cúpula de importantes órganos judiciales, que, como nunca antes en democracia, se ha movilizado contra una proposición sobre la que aún tiene que pronunciarse el poder legislativo.
La crítica judicial, encabezada por la conservadora y mayoritaria Asociación Profesional de la Magistratura, se ha llenado de vaticinios alejados del rigor que se le supone a un juez. Hablar de una iniciativa presentada en el Parlamento por los cauces reglamentarios y sometida a los controles preceptivos como de “el principio del fin de la democracia” o “la derogación del Estado de derecho” supone desdeñar los procedimientos y garantías establecidos en los ordenamientos español y europeo, justo aquellos que los magistrados tienen en su mano salvaguardar.
Los jueces mejor que nadie saben que nuestro Estado de derecho cuenta con todos los instrumentos para que las leyes, que son su fundamento, no conlleven su fin. Si los soberanistas vuelven a delinquir, los tribunales podrán encausar de nuevo a quienes planteen un desafío como el 1-O. Nadie ha derogado el Código Penal, el artículo 155 de la Constitución sigue vigente y utilizar fondos públicos para fines ilegales sigue estando castigado con penas de cárcel.
Jueces que tendrán que aplicar la ley y que instruyen sumarios donde están imputados o procesados dirigentes independentistas han hecho pronunciamientos contra una norma todavía por aprobar. Esos magistrados cuentan con mecanismos para, de aprobarse la ley, impugnarla si consideran que desborda el marco constitucional. Sin embargo, han preferido recurrir a la crítica política.
El presidente suplente del Consejo General del Poder Judicial, Vicente Guilarte, elegido a propuesta del PP, evitó pronunciarse sobre un comunicado de sus compañeros conservadores contra esa misma ley cuando aún se desconocía el texto de la proposición. Prefirió el voto en blanco, pero lanzó una advertencia útil para estos tiempos: “Es deseable la falta de injerencia de otros poderes en lo que resulta ser actividad jurisdiccional y, paralelamente, lo es también el que desde el Consejo General del Poder Judicial evitemos la injerencia en la actividad política”. Ayer mismo, además, publicaba en EL PAÍS una tribuna con propuestas para “diluir la tensión” y evitar el interés de los partidos en controlar el CGPJ.
La injerencia judicial de estos días en la actividad política es inaceptable, más aún si pensamos que el mandato del Consejo caducó en 2018 —mañana se cumplen cinco años exactamente— y permanece sin renovar debido al bloqueo impuesto por el Partido Popular, que de esta manera contraviene tanto lo ordenado por la Constitución española como las advertencias de la Unión Europea, y da lugar a lo que el presidente en funciones del Tribunal Supremo, Francisco Marín, calificó durante la apertura del año judicial, el 7 de septiembre, de panorama “desolador”.
Alberto Núñez Feijóo tiene la responsabilidad de desbloquear la que es sin duda la clave de bóveda del estado de la justicia en España, una institución sostenida en medio de la precariedad por cientos de jueces que desempeñan su labor a diario con toda profesionalidad. Resulta sorprendente que los representantes del mundo judicial no hayan empleado en el desbloqueo la misma energía que contra una proposición de ley.
Por su parte, el presidente del Gobierno ha contestado a la ofensiva político-judicial conservadora, que dura ya cinco años, tomando también decisiones erróneas que no han contribuido a mejorar la imagen de la justicia. De entrada, eligió como fiscal general del Estado a Dolores Delgado, exministra de Justicia suya y diputada socialista. Sembró así una sospecha de parcialidad que ha llevado al actual fiscal general, Álvaro García Ortiz, a recibir un varapalo del Tribunal Supremo por ascender a Delgado, su antecesora en el cargo, al rango de fiscal de sala del Supremo en una clara “desviación de poder”.
Pedro Sánchez eligió también como parte de la cuota del Gobierno para el Tribunal Constitucional a otro exministro de Justicia de su Gabinete, Juan Carlos Campo, que para motivar los indultos a los encarcelados del procés argumentó, entre otras cosas, que la amnistía era inconstitucional. Ahora Campo se ha abstenido y volverá a hacerlo en las deliberaciones sobre los recursos que puedan presentarse contra la ley de amnistía. Para ese órgano también se eligió a Laura Díez, ex alto cargo del Ministerio de Presidencia, sobre la que pesan amenazas de recusación por el mismo motivo. Nombramientos que con sus obligadas abstenciones o el riesgo de recusaciones han hecho un flaco favor a la imagen del Constitucional en un momento en que los ataques a ese tribunal desde todos los frentes conservadores son desproporcionados e interesados.
Algunos miembros del poder judicial han planteado una batalla contra los poderes legislativo y ejecutivo llena de acusaciones que quiebran la imparcialidad de la justicia. Los jueces no deberían interferir en la labor del Parlamento pronunciándose preventivamente sobre una ley que, de aprobarse, tendrán que aplicar. El Ejecutivo, por su parte, no debe tomar decisiones que deterioren la imagen de instituciones de cuyo funcionamiento depende nuestro Estado de derecho.
Que el PP haya nombrado militantes populares y juristas próximos al partido —entre otros, Andrés Ollero, elegido magistrado del Tribunal Constitucional tras ejercer como diputado, o Carlos Lesmes, alto cargo en el Ministerio de Justicia y luego presidente del Supremo— es lo que justamente nos ha traído a la situación actual, pero la senda para revertirla no debe ser que el PSOE imite al PP. La oposición no puede seguir vulnerando la Constitución e impidiendo la renovación del CGPJ. Cualquier solución pasa por renovarlo. No habrá discurso, por grandilocuente que sea, sobre la salud de la democracia en España con un mínimo de credibilidad mientras no se proceda a esa renovación.
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