Palestina, la tierra condenada
Esas criaturas que mueren en Gaza por los ataques de Israel no eligieron nacer en aquel lugar codiciado por los siglos de los siglos y que, por ser cuna de religiones monoteístas, parece estar predestinada al caos
Una frontera arbitraria, una línea trazada por los hombres en algún momento de la historia, determina si te vas a llamar Leila, Ahmed, María, José, David o Esther. Ningún nombre es nuestro. Nuestros nombres no nos pertenecen, nos los otorgan al nacer. Llegamos por efecto del azar a un entorno u otro que nos moldea y nos nombra. Al nacer se nos lanza a un mundo que no conocemos cuya lengua, cultura y religión nos están impuestas.
Esas criaturas muertas en Gaza no eligieron nacer en aquella prisión a cielo abierto, convertida en una trampa mortal por la voluntad de una nación colonizadora que ha proscrito su humanidad. No eligieron nacer en aquella tierra codiciada por los siglos de los siglos que, por ser cuna de religiones monoteístas, parece estar predestinada al caos.
El Estado de Israel es el niño mimado y consentido de Occidente. Los países occidentales arrastran su complejo de culpabilidad a causa del exterminio cometido durante la Segunda Guerra Mundial contra los judíos de Europa delante de sus narices, e incluso con la colaboración directa de algunos países. A Palestina le ha tocado pagar la factura de la infamia del genocidio nazi.
Erróneamente, hemos pensado que el pueblo que ha sufrido la Shoah no podría cometer los mismos horrores que sufrieron sus antepasados. ¿Qué pensarían las víctimas de los campos de concentración nazi de los crímenes contra la humanidad de sus descendientes? ¿Qué opinarían del hecho de que esos criminales de guerra sigan esgrimiendo el Holocausto para monopolizar el estatus de eternas y únicas víctimas dignas de compasión?
Una nación asentada sobre tierras ajenas, dando la espalda y desobedeciendo a las resoluciones de la ONU desde su creación, que valora de manera supremacista una confesión religiosa sobre otras, que legitima el racismo y la desigualdad, no puede ser un ejemplo de democracia ni de derechos humanos. El ensañamiento contra la población árabe, desde el punto de vista histórico, es aún menos justificable, no se entiende la magnitud del odio manifestado hacia los pueblos que menos motivos de venganza han dado. No hay que edulcorar la historia y pretender que nunca hubo fricciones entre las comunidades musulmana y judía en el mundo árabe; sin embargo, se puede aseverar que la convivencia fue más apacible comparada con las naciones europeas.
Al parecer, numerosos judíos de origen marroquí representan el ala más extremista de la derecha israelí y sus líderes forman parte del Gobierno actual que está masacrando a los palestinos de Gaza. La presencia del judaísmo en el Magreb es anterior al islam, además de los judíos amazigh autóctonos del país, llegaron los sefardíes huyendo de la persecución y de la Inquisición española. La historia reciente ha dejado un ejemplo loable en la persona del sultán de Marruecos, Mohammed V, el abuelo del actual rey, que defendió a sus súbditos de confesión judía cuando el Gobierno francés de Vichy, colaborador de los nazis, pretendía enviarles a los campos de concentración como hizo en Francia y en sus demás colonias con sus ciudadanos judíos. La oposición categórica e implacable del sultán, lo impidió y así pudo Mohammed V salvar a los marroquíes de confesión judía de la barbarie nazi.
Seguramente, un marroquí musulmán tiene más puntos en común con el israelí de origen marroquí que con el palestino. A este último lo une el idioma oficial y la religión (sin olvidar que hay palestinos que son cristianos), al primero lo unen los genes, la lengua, la cultura, la gastronomía, y un largo etc., únicamente los separa la religión. Las religiones no son el opio del pueblo, como afirma Marx relegando una realidad histórica que desmiente su reflexión. ¡Ojalá fuese así! ¡Estarían las personas creyentes relajadas, pacíficas y a gusto! Las religiones son el arma más mortífera que ha devastado a la humanidad a lo largo de la Historia. En el nombre de Dios, los pueblos se hacen la guerra y se odian a muerte desde hace lustros.
El azar decreta de qué lado de la frontera vamos a caer, pero el sentido de la justicia, la empatía hacia el sufrimiento ajeno y la capacidad de discernimiento nos pueden salvar de la ceguera comunitaria y religiosa, del odio indiscriminado y de la manipulación y propaganda de Estados. Cuando nuestros gobernantes legitiman y deslegitiman a su antojo, cuyas reacciones y medidas de doble rasero no entendemos, cuando los medios de comunicación nos inundan con imágenes e informaciones sesgadas con el fin de tutelar nuestro juicio, cuando los argumentos de los violentos nos abruman y nos confunden, únicamente nos queda cerrar los ojos y buscar respuesta en lo más profundo de nuestro ser, en la esencia de nuestra humanidad. Esa luz tenue enterrada bajo espesas capas de creencias impuestas, de dogmas intransigentes, de prejuicios inculcados, de rencores heredados, etc. En definitiva, intentar despegarnos de lo adquirido a lo largo de nuestras vivencias e imaginar nuestra existencia bajo otro nombre. Y si mi nombre fuese Esther, ¿hubiera escrito el mismo artículo?
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