La economía y el gasto público, el gran desafío del optimista Lula
El presidente de Brasil sabe muy bien que poco puede hacer a favor de la nueva revolución económica sin contar con una mayoría en el Congreso, hoy en manos de la derecha bolsonarista
Lula ha sido siempre un optimista empedernido hasta el punto de pasarse de rosca, como cuando en uno de sus gobiernos pasados se jactaba de que los pobres en Brasil ya viajaban de avión e iban a veranear a Argentina.
En este su tercer mandato, más maduro de edad y de experiencia, incluido su año y medio de cárcel, el exsindicalista parece más prudente, aunque sin perder su proverbial optimismo.
Ante los problemas, convertidos en números, por lo que pasa este país lleno de contrastes, Lula acaba de afirmar: “Sabemos que el año que viene se ve difícil, pero no vamos a quedarnos parados esperando a que lleguen las malas noticias”.
Para Lula, que heredó de Dilma Rousseff el lema “gastar es vida”, su gran preocupación es la economía y los contrastes que Brasil presenta entre su gran capacidad de crear riqueza y el despilfarro de la misma que no consigue llegar a los millones de personas que aún viven en la pobreza.
Bastan algunas cifras solventes, de instituciones internacionales, recogidas por Fausto Macedo en el diario O estado de São Paulo. Brasil es hoy, por ejemplo, la nona mayor economía del planeta con un PIB de dos trillones de dólares, pero sigue con sus servicios públicos sin calidad. Al mismo tiempo, sufre con una de las mayores cargas tributarias del mundo, ocupando el 14 lugar. Su carga actual de impuestos es de: 33,71% contra el 16% de Japón, 18,9% de China y 24% de Estados Unidos. Al mismo tiempo, Brasil aparece en el 87 lugar en el índice de la ONU de Derechos Humanos. Y en el delicado tema de la enseñanza, el país no acaba de arrancar en los índices Pisa donde aparece en el 64 lugar entre los 70 países de mayor economía mundial. En ciencias, Brasil aparece en el 63 lugar, el 59 en lectura y el 66 en matemáticas, inferior a los índices de Chile, Uruguay, Colombia o Perú.
Si es cierto que en este primer año de su tercer mandato presidencial, Lula ha devuelto a Brasil su prestigio perdido en el exterior durante los años del bolsonarismo, no lo es menos que su tarea en reequilibrar la distribución de riqueza. Esto es su telón de Aquiles.
Y en el campo de la economía su tarea no le será fácil como él mismo confiesa. De ahí sus más y sus menos en estos días en relación con los proyectos revolucionarios de su ministro de Economía, Fernando Haddad, que pretende por primera vez un equilibrio fiscal entre los ingresos y el gasto. No gastar más de lo que se recauda, pero tampoco menos, lo que supone una reforma a fondo de los impuestos hoy totalmente desequilibrados, ya que quienes más ganan menos cotizan al Estado. Es la eterna pugna para hacer pagar impuestos a las grandes fortunas.
Lula sabe muy bien que poco puede hacer a favor de la nueva revolución económica sin contar con una mayoría en el Congreso, hoy en manos de la derecha bolsonarista.
Lula sabe también que los millones de pobres que le volvieron a votar quieren poder acabar el mes sin endeudarse, dejar de sufrir con la inflación que los martiriza y poder disponer de unos servicios públicos dignos.
De ahí que Lula esté luchando incluso contra la izquierda más severa de su Gobierno y de su propio partido, el PT. E insiste en dedicar millones a obras públicas que sean visibles y en gasto social, aunque sea a costa de desequilibrar las cuentas.
En lo que Lula no ha cambiado, aunque a veces se le note más nervioso que en sus gobiernos anteriores, es en su capacidad de dialogar con las fuerzas de la oposición, de negociar hasta con sus adversarios políticos. Es un pragmático empedernido, mucho menos que un ideólogo. De ahí el que a veces sea acusado de imprudente.
En este momento, quizás el más difícil de su ya larga carrera política, Lula está desafiando su capacidad de negociación con la misma oposición política. En este caso con las fuerzas más conservadoras de la ultraderecha bolsonarista en el Congreso, a las que está entregando buena parte de los ministerios y cargos del Estado. Pero es que Lula sabe que la política brasileña es así y siempre lo fue. Fue justamente la dificultad que encontró desde su primera victoria presidencial de poder contar con un Congreso que le era hostil lo que lo arrastró a lo que vulgarmente se ha llamado “comprar” a los diputados y sus partidos del Congreso, lo que dio lugar a los dos grandes escándalos de corrupción que le arrastraron a la cárcel.
Hoy Lula sabe que no puede repetir sus errores del pasado, aunque a pesar de ello está en busca de nuevas formas más democráticas de diálogo con la oposición en el Congreso y en el Senado, a costa de ser acusado a veces de excesiva generosidad en la repartición de cargos a los huérfanos del bolsonarismo.
De ahí que Lula haya anunciado que, después de su gran activismo exterior con el que ha visitado medio planeta, “se dedicará a recorrer el país”. Ello para preparar las elecciones municipales del año próximo que podrán ser fundamentales para su propio Gobierno, ya que en ellas el bolsonarismo sigue fuerte y acapara aún la gran mayoría del poder local.
El ingeniero Samuel Hanan, especializado en macroeconomía, en su libro poco optimista, titulado Brasil, un país a la deriva y caminos para un país sin rumbo”, escribe: “El brasileño no puede y no merece ser condenado a una vida entera marcada por necesidades básicas no suprimidas, por inseguridad, por la sensación de impunidad, por el descrédito de los políticos y por las desigualdades regionales y sociales que parecen insuperables”. Y añade: “Brasil tiene prisa”.
Es esa prisa de Brasil en salir de su injusta situación de país entre los más ricos del mundo y los más desiguales socialmente, la que hace a Lula parecer nervioso. Nervioso y con ganas de poder ofrecer al mundo, sin eufemismos, un país que pueda volver a soñar no ya de ser un país del futuro, sino de un presente que haga honor al famoso eslogan de que “Dios es brasileño”. Ya sería mucho con llegar a que el quinto mayor país del planeta pueda presentar unos índices sociales de los que no tenga que avergonzarse.
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