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Columna
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El secreto de Lula

Lula es un pragmático que conoce como pocos las miserias y debilidades de una clase política que estuvo con él en el poder

Juan Arias

Lula acaba de afirmar que “le será fácil ganar las elecciones” y ya prepara una nueva gira política, ahora por el Estado de Río, ¿esconde Lula algún secreto, para realizar esa afirmación? ¿Por qué las elecciones presidenciales de 2018 están tan fuertemente condicionadas a que él pueda o no ser candidato? Existe un consenso sobre que la presencia de Lula en el escenario político brasileño perseguirá a este país mientras viva, libre o en la cárcel. A pesar de todas las acusaciones y condenas por corrupción que recaen sobre él, nadie se atreve a darle por muerto políticamente, porque uno de cada tres electores sigue siendo suyo, sea o no culpable. 

El secreto de la inmortalidad política de Lula quizás resida en ser tan buen psicólogo como político. Su sensibilidad para conocer los ángulos más oscuros y las flaquezas de los otros no es fruto de estudios académicos. Es un don suyo desde que destacó como líder sindicalista en su juventud. El periodista José Neumanne Pinto, que es autor de la obra O que eu sei de Lula (Lo que sé de Lula) y que lo siguió a diario desde que empezó a sobresalir en el sindicato, lo narra como alguien con gran olfato para saber lo que les gustaba escuchar a las plateas a las que se dirigía. Comenzaba a hablar de un tema y si veía que no enganchaba enseguida cambiaba de asunto, hasta encontrar algo que emocionara a los asistentes, aunque fuese contradictorio con lo que había empezando a decir.

No sé si Lula es el mejor estratega de Brasil. Quizás no lo sea en el sentido académico del término, pero sí lo es en cuanto a su “olfato político”. Como los perros de caza que rastrean a la presa, Lula sabe descubrir donde les aprieta el zapato a los demás y lo que cada público desea escuchar, como hacía cuando era un joven sindicalista. No importa que pueda parecer contradictorio, lo importante es contentar a todos al mismo tiempo.

Recuerdo, que cuando aún no conocía bien ese lado psicológico natural de Lula, quedé sorprendido un día en que, ya presidente, por la mañana habló en Sao Paulo a una platea de empresarios que se quejaban de la lentitud del Parlamento en aprobar las leyes. Lula les dijo: “No me tentéis porque tengo un demonio dentro que cuando me levanto me dice: “¡Lula, cierra el Congreso!”. Es lo que querían escuchar aquellos empresarios. Coincidió que por la tarde tuvo que intervenir en el Congreso, que celebraba no recuerdo qué aniversario de su creación. Lula, que solo aguantó un año como diputado porque no le gustaba aquel ambiente, hizo aquella tarde una gran defensa del Parlamento como algo indispensable para la democracia.

A los banqueros les provocaba: “Nunca habéis ganado tanto como conmigo”. Era cierto. A la banca siempre le gustó Lula. En el Brasil profundo, en el nordeste pobre, frente a sus seguidores decía sapos y culebras sobre los ricos que “les impedían salir de la pobreza”. Lula pudo ser siempre él y lo contrario. Y además siempre fue capaz de aglutinar consensos y nunca fue extremista, como bien ha subrayado mi compañero Xosé Hermida, en uno de sus artículos. Fue quizás ese su mayor acierto político. Para salir del dilema paralizante de la ideología, Lula acuñó una definición de sí mismo que le dio éxito: “Yo no soy ni de izquierdas ni de derechas: soy solo sindicalista”. Con ello se colocaba por encima de las intrigas entre los dos bandos para proponerse como el candidato de los trabajadores, que nos abarca a todos.

Esa obsesión por no parecer extremista la advertí la primera vez que en Brasilia me encontré con él junto con otros cinco corresponsales extranjeros para hacerle una entrevista. Estaba a punto de llegar a Brasil para reunirse con él José María Aznar, entonces presidente del Gobierno español, del derechista Partido Popular. Cuando acabó la entrevista Lula me llevó a un lado y me preguntó: “¿Crees que Aznar piensa que soy de extrema izquierda? Cuando se reunió con el presidente español, lo primero que le dijo fue: “Ni tú, Aznar, eres tan de derechas como dicen en España, ni yo tan de izquierdas como piensan aquí”. Su preocupación fue siempre poder sentarse en todas las mesas del poder sin que importara el color del mantel.

Días atrás, Lula, esperando regresar a la presidencia, dijo: “Ni Bolsonaro es de extrema derecha, ni yo soy de extrema izquierda”. Siempre está presente su obsesión de no parecer extremista. Lula sabe que a los pobres no les interesa su ideología, sino que lo sientan como su aliado; mientras que a los ricos les basta saber que no es un Maduro. Nunca les infundió miedo a los ricos. Se sintió siempre a gusto con ellos.

Nadie es más hábil que Lula jugando con varias barajas a la vez, y en hacerle creer a todos que ganan. Sabe lo que les gusta a unos y a otros y su método es tratar de contentar a todos. Es otro de sus secretos. Lo cuenta también Neumanne en su libro: “Lula aplicó con gran éxito su enorme talento para hacer amigos y ser influyente, adoptando el raro comportamiento de escuchar a todos. Aparenta darle la razón a cada uno y nunca deja al interlocutor con la sensación de la discordia, pero nunca desistió de su postura políticamente conservadora. O mejor, su postura pragmática”.

Dos casos emblemáticos de cómo Lula intentaba agradar a los pobres y a los ricos: solía decir que los hospitales públicos brasileños eran tan buenos y modernos que la gente hasta quería enfermarse para poder hopitalizarse. No era cierto, pero a los pobres les gustaba escucharlo. Decía también que con él los pobres en Brasil ya “podían viajar de avión e ir de vacaciones a Bariloche, en Argentina”, y que el problema era que los ricos no querían compartir los aeropuertos con los pobres en sandalias. Tampoco era cierto, pero los pobres se sintieron halagados y los ricos no se sintieron ofendidos, porque sabían que Lula, desde que dejó la presidencia, nunca había estado en un avión comercial sentado al lado de un pobre. Viajaba en los aviones privados de los millonarios.

Hay quien no entiende que Lula, después de todo el drama del impeachement de Dilma Rousseff, con el país enfurecido ante el conservador Temer, tachado de golpista y traidor, haya dicho: “Yo ya no tengo edad para gritar '¡Fuera Temer!". Se entiende, conociendo la psicología de Lula, que quiere aprovecharlo todo para sumar en vez de restar.

Así se explica que, pese a la crisis en el país, Lula esté ya tejiendo acuerdos electorales con la peor derecha del PMDB, con los caciques más corruptos de este partido. Lula sabe que si logra ser candidato y ganar necesitará de apoyos para poder gobernar. El 80% de los corruptos del PMDB y del PP ya gobernaron con él y con Dilma. Muchos fueron sus ministros y Michel Temer el vicepresidente de Dilma.

Guste o no, Lula es un pragmático que conoce como pocos las miserias y debilidades de una clase política que fue compañera suya en el poder. Cuando el entonces presidente de Uruguay, José Mujica, quiso saber de Lula el origen del mesalão, el escándalo que llevó a la cúpula del PT a la cárcel por haber comprado al Congreso, Lula le respondió sibilinamente: “Es que en Brasil hay un solo modo para poder gobernar”. Lo consideraba una fatalidad a la que él se había sometido.

Lo sabe Lula y lo sabe el Congreso. Y hoy más que nunca los diputados y senadores se encuentran atrapados en las redes de la corrupción, con miedo a caer en manos de los jueces; los corruptos se unen en un abrazo mientras se ahogan. Lula y los demás, la derecha y la izquierda, saben que, como en las mafias, los amigos son para siempre. No hay otro camino. No se sale ileso de la mafia.

Hoy el Gobierno de Temer, el Congreso —náufragos en un mar de problemas con la justicia— y Lula buscan un pacto de sangre que les salve a todos.

Lula tiene una ventaja sobre los demás políticos acusados de corrupción. No necesita buscar pruebas materiales para defenderse de las acusaciones de los jueces. En su estrategia más que presentar documentos que atesten su inocencia, el expresidente se ha proclamado un “perseguido político”. Lo único que le interesa es parecer discriminado por defender a los pobres. Lo ha gritado hasta en la ONU. Ninguno de su compañeros acusados de corrupción se ha atrevido a tanto.

Fuera o dentro de la cárcel, presidente o no, es muy posible que Lula siga mientras viva atado a su estrategia. Esto sin considerar el miedo que empiezan a tener los políticos de una posible delación premiada [un mecanismo legal por el cual un acusado denuncia a personas que cometieron crímenes de corrupción con él a cambio de una reducción de su pena] de Lula, lo que podría hacer temblar a la República. Esta delación no existirá, no le interesa, ya que incluso en la cárcel Lula seguiría presentándose como una víctima. Seguiría haciendo política, dicen quienes mejor le conocen.

Lula es así, guste o no. Nunca se dará por vencido ni tirará la toalla. El final sólo el destino lo dirá.

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