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Columna
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Israel y la división europea

Oriente Próximo es un excelente generador de fracturas. Se observa en la polarización de las opiniones públicas y en el impacto sobre nuestro sistema político y los partidos

Israel y la división europea / Máriam M Bascuñán
DEL HAMBRE
Máriam Martínez-Bascuñán

Oriente Próximo es un excelente generador de fracturas. No se trata solo de lo que allí ocurre hoy, sino de su efecto boomerang y su extraordinaria capacidad divisiva. Palestina saca siempre a la luz la diversidad europea en nuestra relación con Israel. Se observa en la polarización de las opiniones públicas y en el impacto sobre nuestro sistema político y los partidos. Muchos dirigentes europeos hacen hoy verdaderas acrobacias para abordar los dilemas que afrontamos. Después de su campaña contra el creciente antisemitismo en el Partido Laborista de Jeremy Corbyn, su nuevo líder, Keir Starmer, ha descubierto que muchos activistas y votantes musulmanes rechazan su actual postura proisraelí. La brecha abierta ha llevado a renunciar a varios concejales musulmanes de Leicester y Oxford y está provocando tensiones que auguran una carrera complicada hacia Downing Street, aun siendo hoy las encuestas favorables. Y algo parecido ocurre con el Partido Demócrata de Biden, a un año de las elecciones. Su posición erosiona la credibilidad de Occidente frente al Sur Global, pero también tiene coste interno. El voto musulmán es decisivo en algunos Estados bisagra, y el voto judío se ha fracturado aún más en clave ideológica y generacional tras este último estallido, como vimos en la multitudinaria manifestación pro Palestina convocada por Jewish Voices for Peace frente al Capitolio.

En otros lugares, la emocionalidad en la que nos movemos nos lleva a una indignación moral absoluta, lo que inevitablemente hace que los marcos de discusión caigan en manos de los extremos. El ejemplo paradigmático es Francia. Mientras Mélenchon no condena el terrorismo de Hamás para sacar provecho de la ira de la comunidad árabe-musulmana de las banlieues, Le Pen se apresura a presentarse como la mayor defensora de Israel. Este maniqueísmo hace que la exigencia de condena sucumba al mero presentismo, pues se acusa de antisemita a quien, además de condenar lo ocurrido, lo contextualiza. Por otro lado, parte de la izquierda quizá peque de lo que Žižek ha denominado “antieurocentrismo”: su empatía con Palestina tendría que ver con que, para ella, “está prohibido ver algo progresista en la herencia europea”.

Y hay un tercer nivel de polarización más burda, aunque tal vez más eficaz. Esta semana, por ejemplo, Isabel Díaz Ayuso criticaba el traslado de personas migrantes desde Canarias a otras comunidades en un momento, según ella, “de máximo temor por la seguridad nacional”. Ayuso, Meloni o Le Pen comprenden que Europa se encuentra en una encrucijada, haciendo frente a dos guerras y acuciada por el fantasma de la inmigración. La extrema derecha está fijando su agenda y es consciente de los réditos de mezclarlo todo con lo sucedido en Oriente Próximo. John Gray ha dicho que recordaremos el 7 de octubre como el día en el que nació una “nueva época de barbarie”. Quizá lo sea, pero lo que es seguro es que, si renunciamos a una discusión civilizada con coordinadas éticas firmes, legitimaremos esa barbarie e infectará toda nuestra conversación pública. No dejemos que nos arrastren a ese fango.

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