El ancla
La nave España hace mucho que no daba tales bandazos
No diré que estamos padeciendo la tormenta perfecta, pero tampoco atravesamos una marejada sin importancia. Es uno de esos momentos de preocupado nerviosismo en que como la orquesta de a bordo se ponga por descuido a tocar Cerca de ti, Señor, quiero morar, todos reclamaremos de inmediato botes salvavidas. La nave España hace mucho que no daba tales bandazos: a estribor se ganaron, aunque por poquito, las elecciones de julio, pero los encargados de la arriesgada maniobra de investidura no lograron que la nave obedeciera al timón. Ahora dependemos de los piratas de babor, que sólo tienen ojo izquierdo, mano izquierda (la derecha es puro gancho) y pata de palo empeñada en forzar un agujero para encajar y sostenerse. En el hombro, un loro que maldice en catalán y vascuence, repitiendo sin cesar “¿qué hay de lo mío?, ¿qué hay de lo mío?”. Es difícil confiar en ellos para capear la borrasca. Y lo peor es que ya muy cerca tenemos los arrecifes islámicos (que encima cuentan con simpatías entre los piratas), el iceberg de Ucrania a la deriva perseguido por el megalodón Putin, las voces dolorosas de las sirenas inmigrantes que tratan de desviarnos del rumbo cantando en gregoriano (porque las dirige el Papa)... En fin, vaya panorama, eso que la capitana Calamidad (¡todo a babor!) llama “horizonte”.
Pero pase lo que pase es preciso recordar que somos los marineros quienes podemos salvar el barco. Si nos ponemos juntos a ello, no zozobrará. Para eso es imprescindible que todos tengamos confianza en algún elemento común que nos aúne y que detenga la deriva hacia los escollos cuando todo rumbo parezca perdido. Invoco la imagen casi mítica de la joven princesa, hermosa y seria, besando esa bandera nuestra que ha jurado defender con su vida. Un símbolo del pasado en rescate del futuro.
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