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COLUMNA
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Ciencia de riesgo

Nos estamos viendo arrastrados a otra trifulca sobre el cliché de los sabios locos y los límites del conocimiento, pero prohibir cualquier investigación no es una opción

Kenneth Branagh, como el doctor Frankenstein en el filme 'Frankenstein de Mary Shelley', que el propio actor dirigió en 1994.
Kenneth Branagh, como el doctor Frankenstein en el filme 'Frankenstein de Mary Shelley', que el propio actor dirigió en 1994.
Javier Sampedro

Quizá sea el efecto Oppenheimer causado por la película de Christopher Nolan, que nos ha recordado a millones de espectadores los efectos devastadores que puede tener una investigación científica. O quizá todo venga de mucho más atrás, de la historia machacona de la criatura que se escapa de las manos de su creador, que podemos rastrear hasta el Frankenstein de Mary Shelley y que Hollywood ha ordeñado hasta la náusea. Quizá no sea más que el miedo atávico a lo desconocido que nos viene puesto de serie desde la noche de los tiempos, cuando éramos ratas huyendo de las fauces de los tiranosaurios.

Sea como fuere, el caso es que nos estamos viendo arrastrados a una nueva trifulca sobre el cliché de los sabios locos y los límites del conocimiento. Unos científicos cultivan un riñón humano rudimentario en embriones de cerdo, lo que suscita el temor de que algunas células humanas migren al cerebro del animal y generen un monstruo quimérico. Otros investigadores crean un ratón que lleva en su cerebro 100.000 neuronas humanas, lo que casi convierte el temor anterior en una fruslería. La inteligencia artificial inventa un Fary que habla en inglés y un nuevo género de porno infantil en Almendralejo. Todo esto produce la impresión de que la ciencia y la tecnología son un peligro gratuito, y suscita de inmediato el tic favorito de amplias capas de la población, que es prohibirlo todo. Sería un error garrafal.

Los biólogos no están construyendo quimeras de cerdo y humano para manufacturar monstruos, sino para generar órganos que algún día sirvan para trasplantes. Las 100.000 neuronas humanas insertadas en un ratón quieren servirnos para entender el alzhéimer, y sabe Dios que lo necesitamos desesperadamente. El softman (hombre blandengue) del Fary suena igual de ridículo en inglés que en el español original. Y quienes utilizan la IA para desnudar a sus compañeras de clase son larvas de delincuentes a las que solo una educación lúcida podrá salvar de la cárcel cuando sean mayores de edad.

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Hay, sin embargo, una cuestión mucho más peliaguda a la que rara vez prestamos atención. Se trata de manipular los virus naturales para que adquieran nuevas propiedades, como una letalidad incrementada o una mayor capacidad para transmitirse entre mamíferos, o entre humanos. Su nombre en la literatura técnica es GOF, por gain of function, o ganancia de función. Por ejemplo, un agente como el virus de la gripe aviar H5N1, que es muy letal pero se transmite muy mal entre personas, gana la función de transmitirse bien. Eso sí es un verdadero monstruo, y llevamos 10 años bregando con él sin lograr domesticarlo.

Un informe recién presentado por la Universidad de Georgetown, en Washington, ha estimado por primera vez cuántas investigaciones GOF se están haciendo en el mundo, y en qué consisten. Entre 2000 y 2022, se han publicado unos 7.000 trabajos de ese tipo en las revistas profesionales. Hay unas pocas que preocupan a los halcones de Washington por su posible uso bélico, pero la inmensa mayoría son esenciales para el desarrollo de vacunas y terapias génicas. Prohibirlo todo no es una opción, porque causaría más daño del que se pretende evitar. Necesitamos un análisis inteligente que aparque en casa los calentones emocionales.

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