¿Y ahora qué?
Me puse el reloj que encontré en la calle en la muñeca derecha con la fantasía de que contrarrestara el movimiento hacia adelante del que llevaba en la izquierda y dejara yo de envejecer


Hace cuatro o cinco años encontré en la calle un reloj en el que las agujas, curiosamente, iban hacia atrás. Puntualmente, pero hacia atrás. Me lo puse en la muñeca derecha con la fantasía de que contrarrestara el movimiento hacia adelante del que llevaba en la izquierda y dejara yo de envejecer, por tanto. Los meses empezaron a discurrir y al principio no notaba nada porque la decrepitud asociada a la edad no se manifiesta de golpe, sino de un modo paulatino. Y tampoco es completamente lineal: en ocasiones se dan tres pasos hacia la tumba y uno hacia la disco. Pero ya transcurrido el primer año, y al compararme con mis coetáneos, me pareció que el tiempo se había detenido para mí. Había dejado de perder pelo, por ejemplo, y no se me habían acentuado las arrugas del cuello ni las bolsas de debajo de los ojos. Daba la impresión de haberme estabilizado por completo. Y me sentía a gusto.
Pasados el segundo y el tercer año, se hizo evidente que yo no cambiaba como el resto de la gente. Cuando tropezaba con personas a las que no veía desde hacía meses, solían decirme lo bien que me encontraban. Incluso sugerían la posibilidad de que me hubiera hecho algunos retoques de cirugía estética aquí o allá. Yo lo negaba, atribuyéndolo todo a la buena alimentación y al ejercicio. Empecé a temer, claro, que el reloj de la muñeca derecha se estropeara y lo cuidaba mucho. Dormía con los dos, desde luego, para que el proceso de parálisis temporal no cesara durante esas horas.
Hace poco, en el transcurso de una cena, un amigo sugirió en tono de broma la posibilidad de que hubiera hecho un pacto con el diablo. Todos reímos, pero lo cierto es que esa noche se me apareció en sueños Lucifer para decirme que o le entregaba el alma o detenía el reloj, lo que me haría envejecer cuatro años de golpe. No cojan ustedes cosas del suelo.
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